Entrada 3

Martín salió del vestidor con la vista fija en el grueso péndulo del reloj del salón que, en ese momento, marcaba las diez de la noche. Con movimientos automáticos se perfumó el cuello, su mente se encontraba dispersa y desordenada.   

No había puesto demasiada atención en la ropa y para ser honesto, llevaba horas buscando alguna excusa convincente para cancelar la salida. Cuando llegó a la conclusión de que ninguna podría opacar el entusiasmo de Gonzalo, se resignó, su mejor amigo era muy obstinado cuando de salidas se trataba y además, sabía de sobra las insoportables mañanas que le esperarían en la oficina si lo dejaba plantado.

            Sonrió al recordar el empeño que había puesto en retrasar más de la cuenta las tres citas de la tarde. Fingió interés en todas las conversaciones, escuchó relatos que en verdad lo aburrían y buscó documentación en su escritorio con suma tranquilidad. Aun recordaba la extensa charla sobre música mantenida con su cliente de Estados Unidos por videollamada. 

Qué poco le interesaba la opinión del señor Windsor sobre Duran Duran pero, lo que más lamentó fue rechazar el desafío de Alberto para jugar al tenis, lo admiraba por su eficacia en la empresa y la resistencia como adversario. Le había quedado caliente la sangre al ver la mueca triunfante con que se despidió.  
            −Si no peligrara su puesto en la empresa, se hubiera reído de mí en la cara −pensó prometiéndose una digna revancha. Alberto pronto se enteraría lo poco que puede durar una victoria.

            Pero todo había sido en vano. Gonzalo podía tener miles de defectos, pero era tenaz al punto de esperar horas a su víctima sin inmutarse siquiera. Y a las pruebas se remitía, su amigo tarareaba alguna canción en el piso de abajo. 
−No te preocupes, la noche recién empieza, cámbiate tranquilo –Le había dicho con una serenidad desquiciante.

Revisó por última vez su atuendo en el reflejo del espejo. Se había decidido por un traje negro, combinado con camiseta azul petróleo y los últimos zapatos negros comprados en Niza. Se peinó sin mucho esmero las ondas rebeldes color chocolate de su cabello y resoplando comprobó que no le quedaba más nada por hacer. La hora había llegado. 
            −Esto es una de las cosas más ridículas que he hecho en mi vida, salir para olvidar a un fantasma.

            Bajó las blancas escaleras que desembocaban en el salón y vio a Gonzalo hablando por teléfono, su contextura delgada pero atlética esta vez estaba enfundada en un pantalón de vestir gris claro combinado con una camisa negra arremangada y abierta en el cuello. El estilo de su socio siempre se adornaba con una minuciosa despreocupación. 

            −¿Ya estás? –preguntó después de despedirse y cortar.    
            −Sí, aunque te lo repito, no estoy muy seguro de tu plan.
            −¿Esa frase no la dijiste ya? ¡Ah! Déjame pensar, cerca de unas cien veces, ¿no?

            −Es para que te quedé bien claro –respondió ignorando la mueca de burla que hacía su amigo guardando el iPhone en el bolsillo−, o descartes esta salida y me dejes ir al club y sacarle esa sonrisa boba a Alberto. ¿Te lo repito? ¡No estoy seguro de salir contigo!

            −Retroceder nunca, rendirse jamás –bromeó demostrando por enésima vez el deleite que le causaba enojarlo. Martin murmuró unas cuantas palabras malsonantes en inglés y meneó la cabeza.

            −Menos mal que no se me dan bien los idiomas –Gonzalo reía.
            −¿A dónde vamos?
            −Me recomendaron una discoteca nueva, “Donne” se llama. Vemos qué tal y si no, tengo un plan B que no te pienso contar.
            Martin colocaba en los bolsillos la billetera y las llaves.

            −Mujer.
           −¿Perdona? –Gonzalo descargó de golpe el final del whisky en su garganta.
            −Mujer. La disco se llama mujer en italiano.
            −Había olvidado del traductor frustrado que llevas dentro.

           −Ese “traductor” me ayudó a estudiar y dominar el italiano a la perfección
            −Y te admiro por eso. Pero ahora que lo pienso, el nombre hoy te pega ¿no?
−Será mejor que salgamos porque de lo fastidioso que estás me están dando unas ganas de pegarte…
            Gonzalo lanzó una carcajada que retumbó en el salón y sus blancos dientes centellaron.
            −Fastidioso es la mejor definición para mi personalidad, ¿o no?

         −Definitivamente. Y ya que tocaste el tema de los idiomas –habló ignorando a su amigo sacándole la lengua−, ¿cuándo vas a retomar tus clases de inglés?
Martín sabía la respuesta de memoria, Gonzalo huía de los libros tanto como de las mujeres sensatas, pero un poco de su propia medicina no le vendría mal.

            −¿Te propones molestarme, ¿no? Pero te voy a contestar, mientras tenga un traductor personal no me voy a preocupar en estudiar otra vez.
            −Muy gracioso. Siempre te las ingenias en tener la última palabra.
            −Deja ya de refunfuñar y vamos a mi coche –comentó Gonzalo mientras Martin tecleaba la clave en la alarma antes de salir.

            −¿En ese coche de viejo?
       −Sí, en ese mismo y te recuerdo que los Mercedes son adquiridos por clientes cada vez más jóvenes.
            −Lo que tú digas, pero a mí no me gusta tu coche.
−Nada de los que digas me va a enfadar. Vamos en el mío así no te me escapas en medio de la noche.
Como si no hubiera taxis. –pensó Martín sonriendo por lo bajo.

*********


Yesabel estaba frustrada con el peinado, ¿nunca le podía quedar bien? Se preguntaba dominada por un profundo mal humor y todo gracias a Miguel, que desde que le sugirió salir, solo había visto trabas. Pero no iba a desistir, necesitaba despejarse y estar a solas para olvidar de una vez por todas al fantasma con el que batallaba.

Miguel, ya preparado para salir la esperaba acostado en la cama y mirando la televisión. Detenida en la estampa, su lado negativo le susurró una lista de motivos para olvidarse de ese ridículo plan. Por un segundo se tentó con cancelar todo, las carencias  no se solucionarían con una simple salida y como si fuera poco, el recuerdo de la última vez que fueron a bailar, estaba muy fresco.

 Cerró los ojos y se vio utilizando todas sus fuerzas para meter a Miguel, en el coche viejo y sucio de su mejor amigo Ramón, el cual no paraba de reírse.
            −No importa –pensó cepillándose el pelo con demasiado énfasis,− hoy será distinto.  
            Esta vez las copas no se les escaparían de las manos y él no volvería a casa tumbado en el asiento de atrás canturreando con la lengua adormecida por el alcohol. ¡Eso no pasaría!

            De pronto su voz interior le habló.
            −No pienses en esas cosas ahora. No se va a repetir. Esta noche sales con él, bailas y te olvidas de ese hombre que no deja de ser una ilusión y una molestia.
            −¿Te falta mucho? –preguntó Miguel con desgano.
            −No, ya voy, estoy luchando con el peinado, está rebelde.
−Hasta mi pelo se quiere quedar en casa −bromeó con amargura.

            −No tardes mucho, que me está dando sueño. −Yess lo escuchó con rabia, a él las ganas se le iban con mucha rapidez y su mejor plan consistía precisamente en eso, en no hacer nada−. Además, Ramón, está por llegar.
Sosteniendo el cepillo con fuerza salió del baño.

            −¡Qué! –Si las miradas mataran, Miguel seria enterrado al día siguiente− ¿Ramón viene?
            −Sí, lo encontré en la esquina y me contó que todos van a una bailanta que se llama “Amanti” me pareció buena idea, ¿no?
            Yesabel se mordió unas cuantas malas palabras y sin contestarle volvió a enfrentar al espejo. Analizó ese “todos” y comprendió que los insoportables amigos de Miguel estarían ahí. Cuando se dio cuenta que estaba estrangulando al inofensivo cepillo, lo dejó en su lugar.  

            −Qué más da como quede mi pelo, si vamos a una bailanta, con Ramón y sus queridos amigos.
            Se pintó los labios, salió del baño y forzó una sonrisa.
En ese instante se dio cuenta que todos sus esfuerzos habían sido en vano. Miguel sin sacar la vista de la pantalla del televisor se levantó de la cama, estiró los brazos y guiado por unos bocinazos, miró hacia la ventana.  
            −Debe de ser él, ¡vamos!

            Yesabel incineró un “qué apuesto estás” ya que no le iba a decir que el vaquero nuevo con esa camisa roja a cuadritos grises que ella misma había elegido, le quedaba pintada. En silencio se dejó tomar por el brazo y caminaron al exterior. 

            Le costó seguirle el paso ya que los zapatos que Susana le había prestado cuando fue a ver el estado de salud de su hijo, eran de un número más, pero le gustaron tanto que muy agradecida se los puso igual.

            −Tanto arreglarme, tanto pedir zapatos, para que ni siquiera me mire −observó el pantalón negro ajustado y la camiseta de lycra rosa fuerte con un escote sugerente que había elegido para él, y se conformó. La bendita panza que le sobresalía del pantalón no la disimulaba con nada, pero había decidido que muchas gorditas se ponían ropa ajustada y sólo por animarse, se sentía satisfecha. 

Cerraron la puerta con el candado, subieron al coche que Ramón no había limpiado desde vaya saber cuándo y se marcharon.

*******


A Martin la cabeza le martillaba sin cesar, se sentó en el borde de una cama y se la sujetó con ambas manos. El mareo era constante y el estómago no tardó en darle vueltas. Soportó estoicamente una arcada y gruñó cuando reconoció los síntomas.

            −Una borrachera −se habló enfadado−, lo que me faltaba. Después de tanto tiempo volver a tomar sin control es imperdonable.
 Con un profundo asco por sí mismo, su mente espesa comenzó a trabajar.
            −Una borrachera, sí, pero la pregunta era ¿por qué? ¿Con quién?
Y de pronto escuchó lo que para él fue un estruendo, una taza apoyada sin cuidado en algún plato resonó en su cabeza impregnada en alcohol, produciéndole olas de insoportables dolor.

            −Shhhuuu −fue todo lo que pudo articular y acto seguido, amarrándose a toda su fuerza de voluntad, abrió los párpados. Aunque el mobiliario no paraba de girar se percató de tres cosas, que no estaba en su cama, esa no era su habitación y se encontraba  completamente desnudo.

            −Ya veo que nuestro guerrero se despertó…
Martín frunció el ceño, apretó la mandíbula y rezó para que sea quien sea el dueño de esa voz, no volviera a hablar. Lo último que apetecía era dialogar.
            −Toma, esto te va a venir bien. −Una mano llena de anillos le acercó una taza de café que le hizo tener más ganas de vomitar que de tomarlo. Levantó los ojos inyectados en sangre y la vio en la neblina. 

Tenía el pelo castaño claro desordenado, sus ojos eran marrones almendrados, la boca carnosa y llevaba puesta… ¿su camisa? No era fea, es más, muy atractiva pensó, lástima que los rastros de maquillaje le hacían aparentar una edad indefinida. Bueno, aunque sea borracho y todo su gusto por las mujeres no se alteraba.

            Despejando una de las incógnitas, pensó en la siguiente, ¿dónde estaba?
            −Gracias.
            Y al intentar llevársela a la boca, se dio cuenta que le resultaría imposible tragar un solo sorbo de ese líquido marrón que ella llamó café y de mala gana, frunció la nariz y lo dejó en la mesa de noche.

            Decidió salir de ese lugar, pero por insólito que pareciera, estaba incómodo con su desnudez frente a la desconocida y buscó con la mirada su ropa interior por el suelo.
  
            Y comenzaron a aparecer retazos de la tarde anterior y cuando los bóxer seguían en paradero desconocido por el lado derecho, decidió cambiar de orientación. El giro, a raíz del dolor era lento y prudente pero de pronto abrió los ojos de par en par. Una mano en su espalda comenzó a dibujarle líneas rectas sobre la columna vertebral. Volteó la cara con toda la rapidez que su estado le permitió y la vio. Otra mujer, de pelo negro, piel blanca resplandeciente y tan desnuda como él, lo acariciaba sin miramiento.

            Como si fuera poco, una sonrisa sensual y movimientos marcados con la lengua, le insinuaban que continuara haciéndole algo que al parecer, le había resultado muy excitante. Los gestos fueron mucho más efectivos que cualquier medicina y con la rapidez de un rayo los efectos aletargados de la borrachera comenzaron a disiparse. Con el ceño fruncido y la vista anclada en algún punto del cabecero de la cama, empezaron a desfilar imágenes sin hilar, fragmento de conversaciones, besos, risas, cuerpos, copas…, pero poco más.

            Se tragó las ganas de vomitar y el bochorno. Sean quienes sean estas mujeres, no les iba a dar el gusto de verlo confundido o avergonzado. Se levantó con cierta dificultad mientras que la que le había traído el café, se tumbaba al lado de su amiga. Las dos mujeres se abrazaron, una de ellas besó el cuello de la otra desafiándolo y esperando que eso le bastara para volver a introducirse entre las sábanas.

            −Vamos, es temprano para que nos dejes, además anoche nos faltaron cositas por hacer…
            De su garganta no salió la negativa que el cerebro le gritaba ya que la traicionera virilidad, se estaba dejando llevar por la lujuria, una vez más.
−¡Es verdad! Nos faltó hacer otro trencito −ronroneó la que le había acariciado la espalda.

            Su cuerpo musculoso y bronceado, gracias al último viaje a Roma, quedó al descubierto mientras luchaba por dominar a su parte inferior que no mostraba dificultad alguna en emprender otra batalla.   
            −Quédate quieta, que ya tuviste fiesta anoche –pensó mientras las dos lo recorrieron con una hambrienta mirada.

            Él, conocedor de su tamaño y hombría no podía taparse como un adolescente,  ¡no! Eso no estaba en su naturaleza por más que era lo que deseaba hacer, ya que esas mujeres parecían dos lobas famélicas a las cuales no pensaba alimentar. Ignorándolas volvió a lo que le preocupaba, seguía sin saber dónde estaba, cómo había llegado ahí y quiénes eran esas desconocidas. Las dejó mirar a libre demanda mientras de reojo distinguió su ropa. Puso derecha la espalda y rogando por no tambalearse y dar un espectáculo, caminó hasta las prendas desparramadas en la alfombra. Se puso los bóxer, los pantalones y se miró a un espejo rodeado con un marco de muy mal gusto. ¡Bingo!

            −¡Gonzalo! –rugió enfurecido−. ¿Dónde estás?
            De milagro no arrancó la puerta cuando la abrió y olvidando por completo todo el alcohol ingerido, con pasos largos y fuertes llegó hasta el salón. Él dormitaba en el sillón negro de cuero de su departamento con una expresión divertida y pervertida a la vez. Una morocha de pelo largo y lacio se desperezaba enredada a lo largo de su cuerpo e intentó taparse cuando descubrió los ojos furiosos de Martin. Él le hizo una mueca de incredulidad ante el aparente pudor y tomando a su socio del brazo, lo arrastró de un tirón hasta la cocina.

            −¡Me vas a explicar esto! ¡Y ahora mismo!
Gonzalo se peinaba con los dedos sin dejar de sonreír, cual niño travieso.
            −Creo que mi plan no era tan malo después de todo ¿no?
            Martin miró el reloj de péndulo negro que colgaba entre los azulejos grises y como si de una película se tratase, una serie de infinitas recuerdos le revelaron lo ocurrido. 

            Entraron al pub, se encontraron con estas “señoritas” y bailaron. Él se quería ir, pero Gonzalo no lo dejaba. Luego retazos de las charlas se le colaban en su mente y a continuación, copas, tragos de diferentes colores y absurdas competencias de chupitos.

            −Esto no es lo yo quería –reflexionó advirtiendo expectación en los ojos verdes de su amigo.  
            −Eso lo repetiste muchas veces anoche, hasta que…
            −Sí, no me lo digas, hasta que una de ellas preguntó si me gustaban los hombres.
Y una sonrisa ladina apareció en los labios de Gonzalo.
            −No son los hombres los que te gustan amigo, sino, ella.

            Y entonces el peor momento de la noche irrumpió en la cocina, como un rayo de luz, cegador y potente.  

            En medio de la pista una pareja se besó apasionadamente y hasta que no comprobó que ese pelo castaño claro y largo no era el de su fantasma, no pudo desviar la vista. El enigma de saber algo de su situación sentimental lo atormentó hasta que la bebida se lo permitió. Entre copa y copa el brillante color miel de esa potente mirada, se fundió mar adentro a la vez que perdía el control de sus actos.

            −Yesabel –murmuró por lo bajo volviendo a la realidad.  
            Frunció el ceño percibiendo nuevos martillazos en la sien y se enojó con él mismo. Sabía de primera mano que el alcohol nunca era buena medicina. Gonzalo suspiró.
            −Perdón amigo, hice lo que pude, pero veo que no sirvió.

            Acto seguido le palmeó el hombro, meneó la cabeza y salió llamando a su morocha. Esas mujeres no podían quedar así, alguien tenía que ir al dormitorio y rematar lo que Martin no se permitía.    

*******


            La bilis le quedó en la garganta, estaba haciendo todo lo posible por no vomitar otra vez pero le resultaba imposible.
            −¿Vas a tardar mucho? –preguntó Miguel desde atrás de la puerta del baño.
            −No, ya salgo.

            Las piernas de Yesabel se tambalearon un poco, secó el sudor de la frente, se lavó la cara con agua fría y salió. No tuvo necesidad de cruzarse con la negra mirada de él para percibir la recriminación y el enojo que flotaba en el aire. Llegó hasta la cama con toda la dignidad que encontró en su estropeada persona e incapaz de sacarse la ropa, se acurrucó por encima de las mantas.  

            Hundió la cara en la almohada, cerró los ojos y trató de recordar algo de la noche pasada. Esperó paciente, apretó los párpados y de pronto las secuencias comenzaron a circular por su densa mente. Ella estaba de mal humor, eso lo tenía muy claro y él…, él intentó alegrar el momento bebiendo. Entre la música que no era de su agrado, las bromas de mal gusto de los amigos de Miguel y la frustración de la salida, llegó un momento que creyó que saldría corriendo del lugar.  

Se forzó a superar el enfado y trató de pasarla bien y divertirse, incluso bailando con su pareja, pero había una barrera invisible que les impedía estar en la misma sintonía. Luchaba por no encontrarse con sus ojos azabaches ya que siempre leía en ellos una incompatibilidad absoluta. Él tenía la costumbre de mirarla como si no entendiera su sentido del humor o como si ella lo pusiera en ridículo. Y ayer no fue la excepción.

            La noche avanzó, las horas pasaban y la cosa no mejoraba. Yesabel seguía aburrida  mientras Miguel se reía con Ramón, pero ojalá hubiera sido sólo eso, su fastidio llegó a cotas inalcanzables cuando los dos se pusieron a mirar a otras mujeres y a hacer comentarios sobre ellas. No era que lo celara, pero le parecía una falta de respeto y consideración. Como broche de oro se sintió invisible cuando Miguel bailó a las risas con una amiga que tenían en común y conteniendo estoicamente las ganas de llorar, aguantó sentada en una banqueta fingiendo indiferencia.

            Se refugió en un costado de la barra, ignoró a más de uno que la quiso sacar a bailar y observó distraída a las sonrientes parejas que se balanceaban al ritmo de la música.

            −¿Podía ser peor la noche…? ¡Sí! Aunque cueste creerlo, la situación empeoró cuando vio a un hombre alto, de pelo castaño y espaldas anchas divirtiéndose con una rubia. Hipnotizada ignoró la música y las personas que esquivaba mientras rodeaba la pista hasta verlo de frente. Su corazón se alivió cuando comprobó que no se trataba de Martín y, sorprendida por el insólito impulso que la movilizó mucho más que la imagen de Miguel bailando con otra, se giró sobre sus talones. Se enojó con ella misma, se reprendió con severidad y sintiendo el pecho oprimido y angustiado, volvió a la barra.

            −¿De verdad estoy celando a  alguien que no conozco, que me llevó por delante accidentalmente y del que no sé nada? ¡Qué Dios me ayude!

Disgustada Yesabel pidió una copa, luego otra y otra más, y cuando se quiso acordar estaba en una punta de la barra, riendo y tratando de hablar con la corbata amarilla del camarero. Su pareja se dignó a buscarla y cuando la tomó del brazo para bajarla de la banqueta comprobó que estaba mareada.

            Así fue que esta vez Miguel tuvo que sacarla del brazo, mientras ella saludaba a una sonriente mujer que se reflejaba en todos los espejos.

            −¿Te sientes mejor? –El tono masculino era cortante.
            −Creo que voy a dormir.
            −Claro, ahora lo que me faltaba. ¿No vas a hacer la comida, verdad?
            Ella cerró más fuerte los ojos, contuvo una rabia robusta que se centró en su garganta y le dio la espalda en la cama.

−Es la última vez que vez que piso ese lugar –pensó como si fuera la solución a sus problemas−. ¿Cómo se llamaba? Amanti. Hasta el nombre me desagrada.

*******


Salió de la sauna con la piel brillante de vapor, se recostó en la cama vestido únicamente con una pequeña toalla en la cintura y suspiró aliviado. El partido de tenis le había venido bien, se divirtió como pocas veces con ese tal Santiago, un conocido de la familia Aráoz, que no estaba al tanto de la agresividad que poseía cuando el partido se le escapaba de las manos.

 Sonrió al recordar la cara de asombro de su oponente cuando cambió la forma de jugar. Él se había vanagloriado de las pocas derrotas y en el comienzo, la suerte le sonrió. Y fue justamente la risa del contrincante la que despertó la competitividad comenzando con sus despiadados saques, que no se detuvieron hasta que la seriedad de Santiago volvió.

            El partido había durado un par de horas y al desplegar cierta tensión entre ellos, comenzó a reunirse un público considerable alrededor de las canchas. El resultado quedó en un aceptable, 6/3; 4/6; 6/2 pero la súbita oleada de placer que le dio el triunfo, no logró hacerlo olvidar de su frustración. Después de la salida del viernes, el sábado había sido bastante ocioso, entre tés de manzanillas, caldos, sofá y televisión, luchando con la mente que seguía dándole vueltas al mismo tema. Yesabel.

            Para el domingo tenia agendado este asado con la familia Aráoz en el mismo country y aunque pensó que no se iba a divertir, la verdad es que no se arrepintió. Fue mucho más ameno de lo que esperaba.

Se levantó, buscó el pantalón del pijama mientras programaba su lunes cargado de intenso trabajo y con un buen libro se metió entre las sábana de seda azules, compradas en el viaje a la India.

*******


            La pila de ropa parecía no bajar, Yesabel algo malhumorada estaba de pie detrás de la mesa y aferrando la plancha con demasiada fuerza. Como si no tuviera bastante con el fantasma, ahora se sumaba la borrachera del viernes, que sería tema de conversación en su casa durante los próximos meses.

            Miguel se había enfadado bastante y no dejaba de mirarla de esa forma que sólo le causaba culpabilidad y dolor, obligándola a reducir los diálogos a vagos monosílabos. El sábado ella se la pasó en la cama mientras él se entretenía en la casa de Ramón. Luego no tenía idea de sus actividades, solo que se dignó a dar señales de vida a eso de las once de la noche, volviendo igual de enojado que se fue, para acostarse y dormirse sin mediar palabra.

 El domingo luego de almorzar, salió al acostumbrado partido de futbol mientras ella se dedicaba a hacer limpieza general. Ahora que trabajaba fuera, la casa tenía que estar más cuidada y así evitar motivos de discusión.
   
            Luego de terminar con la última prenda fue a visitar a Susana y aprovechando la devolución de los zapatos, le llevó un bizcocho a Andrés que seguía aburrido en la cama sin poder mover la pierna. Con alivio se enteró que el puesto de trabajo estaba asegurado durante las próximas semanas, su hermana no encontraba las muletas dejando al niño al cuidado de la madre que, como si fuera poco, padecía una fuerte gripe.  

            Volvió a casa, se acostó sola a leer una revista y poco a poco se quedó dormida. Entre sueños escuchó a Miguel que se acostaba y sin despabilarse, se tapó casi hasta la cabeza con la manta y apretó los ojos rogando que no la tocara.
    

*******


            El jardín estaba oscuro, casi entre tinieblas se podría decir. Se oía música, conversaciones lejanas y ruidos de cubiertos. La sensación se tornaba familiar y aunque no supo el motivo, lo disfrutó. Entonces agudizó la mirada y la vio. Ella iba vestida de blanco y apoyada contra en el tronco de un árbol, miró hacia las estrellas. Cuando levantó su rostro adornado con mechones ondulados, dejó al descubierto una expresión casi angelical.

−Esto ya lo soñé −retumbó en su mente, pero apresurado calló ese pensamiento porque deseaba admirarla−. Ya lo sé, pero quiero disfrutarla.

            Las piernas le pesaban toneladas y mientras contemplaba todo su cuerpo desde la oscuridad, sonrió. La estudió hasta que se dio cuenta que no sólo no podía caminar, sino que también le costaba respirar, el corazón le latía más de prisa y que sus dedos se tensaban imaginando el tacto de la piel. Ella de manera despreocupada se mordió el labio inferior y mirando a su alrededor se quitó los zapatos. 

Quedó con la cabeza baja observándose los pies entre la hierba mojada y él, como un excelente cazador que era, aprovechó ese descuido para acercarse. Primero se asustó, abrió grande los ojos y su rostro se puso en estado de alerta, pero cuando él quedó bajo la luz de una farola, todo cambió. Ella tragó saliva, se aferró con las manos al tronco, abrazándolo por la espalda y su pecho se irguió.

 Él no pudo evitarlo, recorrió el profundo escote con una candente mirada y dio un paso más. Gracias a la cercanía y la diferencia de altura, ella levantó la cabeza y fue cuando sus ojos miel lo derritieron, lo abrasaron, lo encendieron sintiéndose el hombre más vulnerable del mundo. Ahí comprendió que esa mujer hacía estragos en él.

            Entonces sonrió. Y él la acompañó, abrazándola con una mirada tan turbia como el cielo al anochecer. Los párpados de ella poco a poco cedieron, con un moviendo casi sensual y él sin poderlo resistir, tomó entre sus dedos un mechón castaño claro y lo hizo deslizar, con lentitud entre el índice y el pulgar.

            Con un suspiro agradable, ella ladeó la cabeza dejando descansar la mejilla en su mano. Y así quedó, por unos largos instantes mirándola, acariciándola con el pulgar y preguntándose cuánto tiempo podía seguir. Tal vez, indefinido.

            Ella subió los párpados, apoyó la cabeza en el tronco y entreabrió los labios. Eso era una invitación que jamás se perdonaría si la rechazaba.

            −Esto ya lo soñaste −volvió a insistir la cordura, pero solo un demente se dejaría arrastrar por la realidad interrumpiendo semejante momento y él, distaba mucho de la locura. Apretó los dientes con una descabellada determinación, se agarraría con uñas y dientes para alargar ese sueño con tal de probar el sabor de sus besos.

            −Que esta vez nada se interponga entre nosotros, por favor −rogó con todas sus fuerzas.
            El pecho se hinchó con la misma lentitud que su boca descendía. Era una necesidad besarla, no soportaría despertar sin degustar el sabor exótico que seguramente encerraba esa boca tan tentadora.

            Sí, esta vez lo lograría. Y en ese momento ella se humedeció el labio inferior como si estuviera a punto de comer el más exquisito de los caramelos y él comprobó que estaba perdido. Los músculos se le tensaron, igual que a los gatos cuando están a punto de saltar una importante distancia, pero así y todo, se detuvo cuando la escuchó.

−Martin…
−Estoy aquí Yess, y para siempre.
−¿Lo prometes?
−Te lo juro –contestó rotundo extasiado con la mezcla de respiraciones.

Y los sonidos se silenciaron, la noche ennegreció aún más y el mundo desapareció bajo sus pies. Ella le clavó los dedos en los hombros y ese contacto lo estremeció, le despertó al guerrero saqueador que habita en su interior empujándolo hacia un camino sin retorno. Su mano derecha se posó en la femenina cintura, mientras que la izquierda, por decisión propia, envolvía los delicados dedos para arrastrarlos hasta su pectoral. 

Apretó la palma justo en el corazón y esperó la reacción. Ella miró con atención ese punto del cuerpo que latía frenéticamente y sonrió. Sus pulsaciones se asemejaban al galope de un caballo en medio de una pradera demostrando sin dificultad, el torrente de emociones que corría por las venas.

            −Martin, no esperemos más. Me muero si despierto sin haberte besado −susurró y de una manera poco recatada, liberó la mano del pecho, se puso de puntillas y rodeándole el cuello buscó su boca.

            Los labios se encontraron, saboreándose, fundiéndose en el beso más tierno y cautivante que ambos hubieran sentido jamás. Las lenguas se juntaron, se aceptaron como si se conocieran de toda la vida y comenzaron una acordada danza, tan feroz como estimulante. Él la apretó contra el árbol, la asfixió con su musculatura mientras ella acomodaba el cuerpo. A pesar de la gran diferencia de tamaños, encajaban a la perfección.

            Con un movimiento felino y sofocante lo abrazó con fuerza y se dejó llevar, a la vez que el mundo contenía el aliento. La historia estaba escrita, esas almas que vibraban a la par, al fin se habían encontrado y las estrellas titilaban de alegría.

            Los instintos más feroces y varoniles despertaron a tal punto que él temió por sus actos. Debía controlarse porque de otra manera la tumbaría ahí mismo en la hierba y no habría Dios que lo despertara de semejante sueño.

            −Tranquilo, despacio –se habló mientras retiraba la boca sólo para tomar aire hasta que la escuchó, su afrodisiaca voz sonó con una única misión, volverlo loco.
Martín, no te detengas, abrázame…

Y las piernas le temblaron, el aire le faltó y su mente, rápida como siempre, comenzó a buscar un lugar cercano donde llevarla y encerrarla bajo siete llaves  importándole un rábano, que fuese una ilusión. Solo deseaba estar con ella y las negativas no formaban parte de su vida, estando despierto o dormido.

            Pero se controló, dibujó un camino invisible de besos hasta la sien y la apoyó con mucha fuerza contra el pecho. Deseaba que dejara de temblar, ¿o era él? No lo sabía.
            Yesabel se aferró a la tela de su camiseta y hundiendo la cara en el cuello volvió a hablar.

            −No te alejes Martín, no me quiero ir.
            −Te lo prometo, no nos separaremos.

            −¡Martin! –gritó despertando sudada, aturdida y abrazando con fuerza a Miguel.

            −¡Yesabel! –Fue el clamor de Martín sentándose de golpe en su solitaria cama, aferrado a las sábanas y con el corazón galopando.

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Era más del mediodía cuando Martín borró por tercera vez el documento que intentaba redactar con los detalles de la obra del centro comercial. Alborotándose un poco más el pelo, apoyó la cabeza entre sus manos mirando la pantalla en blanco.

            −¡Esto ya es demasiado! –exclamó en la soledad de su imponente oficina. Una cosa era pensar en ella de vez en cuando, tratar de volver a verla entre la gente o recordar su mirada, pero ya soñar con semejante realismo y magnitud, y tenerla presente a cada minuto interponiéndose en el trabajo, era exagerado. Su cabeza estaba aturdida, no podía seguir así y algo debía hacer.

            −¡Pamela! –habló autoritario por el teléfono interno−. No estoy para nadie en la próxima media hora.

Cortando sin esperar respuesta con su cada vez más distante secretaria, cerró la tapa del portátil, reclinó el respaldo del sillón negro y se desabrochó el cinturón del pantalón. Respiró profundo, se aflojó el nudo grisáceo de la corbata y se liberó del primer botón de la camisa rosa pálida. 

Hizo las tan efectivas respiraciones, hinchando al máximo la barriga para luego soltar pausadamente el aire por la nariz. Cuando iba por la cuarta, se sintió mejor, se concentró en las emociones que había despertado Yesabel en él y un poco más relajado y distendido, le preguntó al universo para qué estaba viviendo esta situación. 

            Era una técnica que utilizaba con mucha frecuencia y que la mayoría de las veces le daba buenos resultados. A menudo veía conferencias de especialistas en biodescodificación donde se hacía hincapié en que el subconsciente vive años adelantados a nuestros tiempos, convirtiéndose en el mejor aliado para recurrir en caso de indecisión. 

Él no estaba totalmente seguro de la veracidad de la teoría, pero nada perdía con intentarlo de vez en cuando. Y ese le pareció un excelente motivo para utilizarlo. Esperó con paciencia a que la respuesta llegara de cualquier manera hasta que en la espesura de sus pensamientos, con toda claridad la escuchó:

            −Búscala, acércate a ella. Hasta que no lo hagas, estarás en constante tensión.

Frunció el ceño, ¿acaso sería ésta la primera vez que el universo se equivocara? ¿Serían las ganas las habrían contestado? No podía distinguirlo pero al llegar a la respiración número veinte, abandonó la técnica y se incorporó. Apoyó los codos en el brillante escritorio, hundió los dedos en los rebeldes cabellos y esperó a ver qué se le ocurría. Llevaba varios segundos con la vista en el celular, cuando las palabras flotaron en su mente. 
  
            −Si ya sé en qué casa entró…, puedo averiguar el número de teléfono.

            Sin pensarlo un segundo más marcó el número de la casilla de seguridad del country y en cuatro minutos ya disponía de la información que necesitaba. Esa casa pertenecía a Violeta Lucea, una mujer empresaria y soltera que se relacionaba poco con las demás familias.

            −Otra como yo −murmuró mientras observaba los números apuntados en el taco de notas.
            −Yesabel trabajará para ella –comentó pensativo mientras giraba el sillón hacia el ventanal−. ¿Estará ahora en su casa?

Solo había una manera de averiguarlo y dominado por un arrebatado impulso, levantó el auricular del teléfono y llamó sin siquiera detenerse a pensar en qué iba a decir.

      −Si suena más de cuatro veces, abandono este descabellado plan. Uno, dos…      
            −¿Hola…?
            −¡Mierda!
         −Sí…, buenos días –habló profundizando la voz, cosa habitual en él cuando se ponía nervioso.
−Buenos días…

−¿Se encuentra la señora Violeta Lucea?
−No en estos momentos la señora no está, ¿de parte de quién?
            −¿De parte de quién? Ese detalle no lo había tenido en cuenta.

            Martin titubeó. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué le iba a decir? Tenía que pensar y rápido. En eso desvió la vista y se encontró con unas carpetas donde se archivaban los nuevos contratos y leyó palabras al azar hasta dar con un nombre.

            −Horacio, Horacio Cabrera.
            −Señor Horacio, ¿desea dejarle algún mensaje?
−Un mensaje no, sólo quiero escucharte, horas, como un adolescente.
−No –contestó al fin tramando la mejor manera de sacarle más información−, muchas gracias, sólo una pregunta más, ¿a qué hora podría encontrarla?

−Mire yo me voy cerca de las seis de la tarde y ella a veces no ha regresado, intente a eso de las siete u ocho.
            −Te vas a las seis, es mucho más de lo que esperaba averiguar.
−Bien volveré a llamarla entonces, una cosa más ¿me podría decir su nombre?
−¿El mío? –Ella se sobresaltó.

            −Sí –piensa algo, y rápido–, es para decirle quién me dio la información de la hora de su regreso…

            Ella lo meditó por un momento y Martín quedó como los niños a punto de ser apresado haciendo una travesura. El corazón le galopaba y de una manera involuntaria se mordía ambos labios con los dientes apretados.

            −Yesabel –contestó después de una eternidad.
            Y esa única palabra le hizo cerrar los ojos, sacar el aire retenido y sonreír. Se aflojó de tal manera que los hombros cayeron a la vez que las palabras resbalaban, sin consentimiento por sus labios.
            −Dilo otra vez…

          −¿Perdón? –volvió a sorprenderse −. ¿Eso ya lo había escuchado? Si, cuando me encontré con… ¡no! No podía ser, este hombre había dicho Horacio, no Martín ¡Dios estoy perdiendo la cordura!
            −Si me puede repetir su nombre señorita, para anotarlo –agregó con rapidez algo sonrojado.

            −Si claro –contestó recobrando el habla–, Yesabel. Me llamo Yesabel.
            Se hizo un silencio compartido, él escuchaba su respiración densa a través de la línea telefónica y sería capaz de aposta unos cuantos billetes, a que el pulso le galoparía al mismo ritmo que el suyo.

            Aunque la intuición de YesabeL le aseguraba que detrás del auricular se escondía Martín, a su razón le pareció una idea tan descabellada que temió en serio por su salud mental.

            Mientras los dos cavilaban e ignoraban que el silencio se extendía más de lo debido, el mundo seguía girando y el primero en percatarse fue Martín, cuando la puerta de la oficina se abrió abruptamente. Su secretaria lo observó con algo de preocupación, pocas veces había encontrado al imperturbable empresario revelando algo de sorpresa en el rostro. Martín volvió en sí y retomando el control de la situación, tapó con la mano el auricular.
  
            −Perdona, ya ha pasado la media hora y Alberto te trae los informes que pediste.
            −Bien, gracias –dijo con extrema suavidad−, que pase en un segundo.

            Pamela se quedó de pie al lado de la puerta con una carpeta apretada entre sus pechos y él comprendió que todavía le quedaba información por comentarle. Temeroso de que dijera en voz alta su verdadero nombre, se apresuró a terminar con la conversación.

−Perdón –habló volviendo al auricular–, muchas gracias señorita, más tarde volveré a llamar.

Pamela se sentó del otro lado del escritorio alcanzándole varios documentos para firmar. Podían haber sido cheques en blanco, que él hubiera garabateado su nombre sin cuestionarlo ya que en su mente sólo había lugar para un reloj digital, que marcaba un dieciocho grande y luminoso.
    
            −¿Martin, te pasa algo? –preguntó Pamela viendo que apenas leía los encabezados de los documentos, algo muy inusual.
            −No −fue rotunda la respuesta mientras recobraba la compostura cubriéndose con su máscara inexpresiva–, solo te iba a pedir que en esta semana muevas mis citas para que a las 17:30 esté libre y me pueda ir.

            Con las sospechas típicas de una mujer despechada, ella solo asintió resolviendo que tal vez, esa orden se le olvidara.   

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            Durante la semana Yess sospechó en varias oportunidades de su buena suerte. No solo estaba haciendo un trabajo cómodo y muy bien pago, sino que además contaba con la cercanía de Violeta que cada día le demostraba ser una mujer que no se dejaba llevar por los prejuicios de las clases sociales, tratándola de igual a igual en todo momento. Con ese ambiente relajado y lejos del juicio de su familia y de Miguel, Yesabel comenzó a sentirse feliz y renovada.  

A partir del martes y si Violeta llegaba antes de las seis de la tarde, ésta se empecinaba en que tomaran un café juntas y por ende, su salida se retrasaba cerca de media hora. El primer día Yess se sintió algo incomoda y cohibida, hasta que descubrió que era escuchada, cosa que no estaba para nada acostumbrada.

            Con el fantasma de Martín aprendió a convivir ya que, quisiera o no, rondaba en su mente casi todo el día al punto de llegar a preguntarse por él cuando tardaba en aparecer.
 
            Al fin el viernes llegó y con él, su primer sueldo semanal. Contenta como pocas veces, se dejó llevar por entusiasmo y gastó casi todo el dinero el sábado. Fue sola al supermercado y cuidando hasta el último centavo, abasteció la alacena para llegar en la semana y cocinar, sin necesidad de hacer compras al salir del trabajo.

            Su prioridad era no enfadar a Miguel ya que el empleo la enriquecía y no solo económicamente. En esos pocos días comprobó que empezaba a sentirse independiente y libre, terminando sus jornadas con una sólida sensación de bienestar.  

            El domingo fue bastante aceptable, Miguel participó en el habitual partido de futbol y ella hizo limpieza general. A la noche llegó cansada y ansiosa esperando el lunes, su mente estaba deseosa de salir de casa, ganar dinero propio y charlar con Violeta, a la que admiraba cada día más.

Se bañó, preparó la ropa para la mañana siguiente y vestida con el desgastado camisón, se acostó experimentando algo nuevo en el pecho, felicidad. Sonriendo tomó el mando y en soledad, buscó algo qué ver en la televisión.

            −Si pudieran ser así todos mis días, vivir sola de manera independiente y sin rendirle cuentas a nadie
Acomodó las almohadas imaginando un futuro parecido, hasta que la voz del padre Agustín irrumpió para llamarle la atención.
Ese tipo de pensamientos no le agradarían a Dios, sólo tienes que ojear el periódico para valorar todo lo que tienes.

Esas palabras no eran imaginadas, el párroco se las había dicho cuando le confesó sentirse cansada y aburrida de Miguel. Y la verdad, en parte tenía razón, siempre hay alguien que está peor que uno, pero dudaba que desear algo mejor su vida fuera pecado ante los ojos de Dios.

            Apretó los párpados para ahuyentar la culpabilidad que comenzaba a tomar cuerpo y se concentró en la programación. Pronto encontró una película cómica y se relajó.
            No habría pasado ni una hora que la puerta se abrió con tal fuerza que por reflejo se sentó aturdida en la cama.
            −¿Dónde está mi mujercita?

            Respiró profundo y dejó escapar un angustioso gemido, Miguel estaba borracho. Pensando con rapidez se acomodó otra vez entre las viejas sábanas y se hizo la dormida. Si algo no le apetecía era ayudarlo a desvestirse o peor, hacerle algo para comer. Escuchó con rabia como forcejeaba con las zapatillas, las malas palabras que  brotaron de su lengua adormilada y el vaso que rompió al pasar cerca de la mesa. El colchón se hundió y Yesabel se puso tensa cuando advirtió su mano fría y pesada abriéndose paso entre las mantas.

******* 

                                                           
            Escuchaba que lo llamaba y no era de manera sensual o romántica, no, sonaba a urgencia y desesperación. Martín caminaba sin rumbo por un barrio que no conocía, que nunca había visto en su vida, donde predominaban calles de tierra, terrenos abandonados y muy poca iluminación. De pronto su instinto de guerrero lo alertó, en segundos recordó que nunca le había fallado y que en varias oportunidades lo había ayudado en peleas.

 La primera en la secundaria, más concretamente el día de la famosa emboscada que algunos chicos le habían puesto. Había una lista de candidatos para pelearse y vencerlo, pero esa vez él mismo reconoció que había sobrepasado los límites besando a la novia de “Chiquito” como habían apodado a los dos metros de músculos del último año. 

Ese día jugó con su integridad física y no sólo fue por una suculenta apuesta y que la chica le gustaba, sino porque ya experimentaba la adicción a la adrenalina, al peligro, con el fin de mantener su temprana fama de impulsivo e invencible. 

Gracias a esa alerta que le recorrió la espina dorsal, con agilidad esquivó el bate  de béisbol que le pasó zumbando por la parte superior de la cabeza. Una vez resuelto ese pequeño problema, se enzarzó en una larga pelea con tres chicos a la vez, saliendo magullado, pero victorioso.

            En este momento experimentaba algo parecido, con la diferencia que no lograba sospechar por dónde podía venir el peligro. Sus largos pasos se detuvieron en una casa precaria, con una puerta que como cerradura tenía un agujero por donde penetraba una cadena y supuestamente del lado de adentro, un candado. La ventana era de rejas oxidadas y la hierba que la rodeaba estaba larga y desprolija. El pequeño portón de madera despintado estaba abierto y siguiendo su intuición, supo que debía traspasarlo. 

            −¡Martín! –volvió a oír−. Ven por favor.
            Su corazón se aceleró ya que ahora que estaba más cerca, le reconoció la voz. En dos zancadas se detuvo enfrente de la puerta, trató de abrirla pero no pudo, las manos le temblaban, la frene le sudaba y empezaba a temer por ella.
            −¡No! ¡Déjame! ¡No quiero! ¡No quiero!
            Un objeto de vidrio se rompió contra el suelo y Martín se cegó.
            −¡Yess! –gritó derribando de una patada la endeble tabla que ejercía de puerta.

            Una vez que los ojos se acostumbraron a la penumbra, su sangre se heló. La imagen le mostraba a Yesabel tumbada en la cama, forcejeando en vano con un hombre que abusaba de su cuerpo. Sus miradas se encontraron, el asco y el miedo que ella sentía  le calaron hasta los huesos y un impulso territorial lo cegó. Su pecho se infló y con  furia lo tomó por la espalda y tiró al individuo hasta la otra punta de la habitación. Yesabel se cubrió el cuerpo desnudo y comenzó a sollozar. Lo miró entre las lágrimas e inexplicablemente intentó tranquilizarlo.

            −No te preocupes, ya terminó. Ahora se acostará y quedará dormido, yo sólo te quería a mi lado.  
Martín parpadeó y se contuvo, quería abrazarla y llevársela a un lugar seguro, a casa.
            −¿Qué decía esa mujer? ¿Cómo sabía lo que su violador iba a hacer después del abuso? ¡Y con qué frialdad se lo contaba!
            −¿Cómo que no me preocupe? –preguntó con sorpresa y rabia−. ¿De qué hablas?
            −Él…, es mi pareja −contestó con la cara empapada en lágrimas y los labios temblorosos. 
                

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            −Es mi pareja, tengo que intentar estar lo mejor posible y formar una familia cristiana.
Esa sería la conclusión de la charla con el padre Agustín si mañana le confesara lo mal que llevaba las relaciones íntimas, por eso descartó de inmediato la idea mientras se acomodaba el camisón y alejaba su cuerpo de él.
   
            −Miguel es mi pareja sí, pero porque no me atrevo a irme –concluyó su lado rebelde que se encontraba dolida y enfadad−. Algo tendré que hacer…   
            Esta vez su negativa fue ignorada, él no sólo estaba borracho sino también cargado de prepotencia y enojo por los últimos rechazos.

            −Déjalo que se saque las ganas −se aconsejó resignada−, si se enoja más es capaz de obligarte a que dejes de trabajar.
Apaciguando sus emociones giró el cuerpo, le dio la espalda y en pocos minutos respiró aliviada al percibir los ronquidos de Miguel al otro lado de la cama.

            −¿Qué voy a hacer con mi vida? yo no quiero esto para mí. Papá ayúdame −fue su interna suplica derramando lágrimas de impotencia.

            En medio de tanta angustia, algo en el fondo de su corazón le gritó que buscara la salida, que no se dejara vencer ya que ella era mucho más fuerte de lo que imaginaba. Además, no estaba sola, el fantasma de Martin no sólo aparecía para molestarla, su intención también era cuidarla. Si cerraba los ojos y dejaba de luchar con la cordura lo veía a su lado, consolándola, abrazándola a la distancia y ayudándola a soportar mejor el momento.   

Y por primera vez se lo permitió. Aflojó los músculos y se dejó arrastrar por la sensación de bienestar que ese espectro le brindaba. No entendía el motivo de su presencia, pero la paz que experimentó era sin duda inigualable.
            −Martín −repitió con serenidad–, no sé quién eres, pero qué lindo es tenerte cerca...

            Recordando la mañana que estuvo entre sus brazos, fantaseó con que un hombre así fuera su compañero de ruta. Y el esfuerzo fue mínimo, no sólo por la belleza varonil y enigmática que Martín desprendía, sino porque desde pequeña era una experta ausentándose de la realidad.

            Sonriendo al imaginarse ser amada por semejante hombre, enjuagó sus lágrimas, se levantó al baño ya que se sentía sucia como después de cada encuentro intimo con Miguel e intentó dormir.
            −Parezco una prostituta y no una esposa desconforme −pensó con ironía−, aunque sea ellas lo hacen por dinero, ¿pero yo?

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Martín se sentó de golpe en el sillón, reconoció el salón de su casa y suspiró. Con alivio se tapó los ojos, bajó los pies a la mullida alfombra y tocándose la frente sudada, revivió el extraño sueño que acababa de tener. Su pulso aún martillaba con intensidad cuando advirtió por su cuerpo una hambrienta sed de venganza.

            −¿En qué estaba pensando al dormirme para soñar semejante cosa? –se preguntó mientras subía a su dormitorio. Era apenas media noche−. No lo recuerdo…

Entró al baño meneando la cabeza, se lavó la cara con las manos temblorosas  y miró con preocupación su reflejo en el espejo.
 −Yesabel, espero que duermas plácidamente, estés con quien estés…

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El lunes estaba terminando para alivio de Yesabel. Durante todo el día no había podido alejar los recuerdos de la noche pasada, los besos indeseados de Miguel y esa manera prepotente de tomarla aparecían constantemente en su cabeza. No era la primera vez que pasaba algo así, pero nunca el rechazo había llegado a tal magnitud. El único recurso eficaz que encontró fue revivir la alocada fantasía que se había permitido saborear antes de dormir, donde su persistente fantasma, la estremecía, la abrazaba y besaba como nadie en el mundo.   

            Limpiando los azulejos del baño, resolvió olvidarse de los dos para analizar algo muy importante, la conversación mantenida con Violeta cuando inesperadamente, se presentó para que almorzaran juntas.

            Este sábado empezaba la primavera y el country por tradición, celebraba el acontecimiento con una fiesta para las veintiocho familias que vivían ahí. Este año le tocaba a Violeta la organización, pero con el lanzamiento de la nueva temporada de ropa en sus diez tiendas repartidas por todo el país, se encontraba sin tiempo para hacerlo. De una manera sorpresiva Yesabel recibió la noticia de que Violeta le pedía, le rogaba, que la ayudara en la tarea.  

            −Yo ya tengo la mitad del trabajo hecho y además tienes un prepuesto sin límite –le había dicho como si eso la ayudara a aceptar. Yess estuvo a punto de levantarse y de salir corriendo, pero algo la hizo sopesar el ofrecimiento.  
            −Organizar una fiesta…

Saboreando el gustito del desafío, pensó que no tenía mucho que perder, si la celebración salía mal la responsable seria Violeta ante los ojos de los invitados, ya que a ella no la conocía nadie y si salía bien, sería una gratificante experiencia y un granito de arena en su estropeada autoestima.

            −Confío en tu talento, en estos días que llevas en casa, has hecho muchos cambios y todos con muy buen gusto. ¡Por favor! Sácame este peso de encima. −Habían sido las palabras que utilizó acompañándolas con una suplicante mirada.

            Después que se fue, Yess quedó limpiando asombrada por haber aceptado. ¿De verdad iba a organizar una fiesta para gente adinerada? El pecho le burbujeó mientras que en su mente desfilaba un sinfín de ideas. Sí, lo haría y eliminaría todas las frases negativas que diariamente paralizaban sus anhelos.

 Quizá ese era el empujón que necesitaba para retomar sus estudios, comenzar con clases de inglés y hasta cambiar la manera de vestirse. Como no podía ser de otra manera, la razón intentó minar ese feliz momento con las palabras que se repetían en la iglesia.
            −No envidies, no adores el dinero, ser pobre es una bendición.
   
            −Una bendición −se repitió terminando de acomodar los innumerables envases de perfumes−, ¿cómo puede Dios, un padre, decirle eso a sus hijos? ¿A quién le gusta ser pobre, pasar necesidades, hambre, angustias, anhelar y no tener…? Sentirte siempre menos que los demás. Eso no tiene sentido.

            El soñar del teléfono la sobresaltó y cruzando el dormitorio de Violeta meneó la cabeza. No, la interpretación de la biblia debía de tener algún error, la pobreza no era para nadie que no la buscara. Atendió inmersa en sus pensamientos pero del otro lado nadie contestó.

            −Equivocado –pensó mirando el reloj de pared−. Casi las seis de la tarde, será mejor que me apure.

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Martín había estado ocupado y mal humorado casi todo el día, o para ser más exactos, toda la semana anterior. Las terminaciones del centro comercial estaban resultando más complicadas que lo que esperaba, lo tiempos no se cumplían como habían esperado y los detalles interiores le absorbían prácticamente todo el día. 

El mayor problema radicaba en la venta de los locales, en las diferentes medidas y prioridades que las renombradas marcas necesitaban. Pero esa mañana había un agregado, el asedio de la prensa. De alguna manera se había filtrado información de la inauguración y los responsables de la obra, convirtiéndolos a él y Gonzalo en blancos fáciles para reporteros y fotógrafos.

Molesto por no poder almorzar en la soledad de su oficina, decidió entrar en el primer restaurante que, junto a su socio encontraron en las inmediaciones de las obras. Ni bien se sentaron, Gonzalo comenzó a hablar de las señoritas que los acompañaron el viernes de borrachera, aumentando peligrosamente su malestar. Martín trató de disimular lo desagradable que le resultaba el tema, pero le fue imposible.

 No solo le había fastidiado dejarse llevar por las estúpidas provocaciones sino que además, eso de no recordar lo que había hecho era algo que ya había experimentado en otro momento de su vida, y de lo cual no se enorgullecía. Menos mal que Gonzalo interpretó bien el gruñido que le salió de la garganta y en breve dio por zanjado el asunto. 

            Por la tarde volvieron a la oficina, el tema central seguía siendo la venta de los locales y la rápida recuperación del imponente capital invertido. Se sentó relajado en su sillón negro, aflojó el nudo de la corbata negra y desabrochó los primeros botones de la camisa morada.

            −Hay que empezar a reunir dinero y rápido. Necesitamos compradores −eran sus maquinaciones cuando Pamela irrumpió en la oficina. Si había llamado, los cálculos mentales le bloquearon la audición ya que no la escuchó. Sus pensamientos quedaron suspendidos cuando ella se apoyó en la puerta y de una manera sugerente le sonrió. Llevaba puesta la falda negra ajustada hasta las rodillas y la camisa blanca del riguroso uniforme, pero con el cuello un poco más abierto que sus compañeras. 

            Martin respiró profundo y se apretó el puente de la nariz.
            −¿Estas muy cansado…?
            −Si Pam, esto del shopping llega a su peor momento…
            −Me imagino, vender los locales, alquilarlos, atender a la prensa, hablar con los decoradores, jefe de obras y demás personal, es algo que no te gusta nada ¿verdad?

            −No. Prefiero estar en el tablero, y solo –enfatizó la palabra a ver si su secretaria captaba la indirecta−, escuchando música y creando.
            −Pero de momento tienes que encargarte es esas cosas y por la cara que tenías al entrar, decidí venir a ver si…, te puedo ser útil.

Acto seguido Pamela se acercó hasta el borde del escritorio, lo rodeó dibujando una línea recta con el índice adornado con un anillo de oro y doblando la cintura, descansó ambas manos en sus muslos. Los ojos de Martin se posaron irremediablemente en el pronunciado escote donde se asomaba la línea recta que más le gustaba, la que dividía dos pechos.

            −Pam, no quiero ser grosero pero…
            −No pasa nada, tú estás cansado, tensionado –habló subiendo y bajando los pechos con cada respiración− y yo te extraño tanto Martin.
            Sin decir una palabra más se arrodilló entre sus piernas y acarició con pericia la cara interna de los muslos. Por reflejo Martin clavó los dedos en los apoyabrazos del sillón y se tensó.

            −Pamela, creo que no es el momen…
Pero se interrumpió cuando los dedos llegaron a su miembro para apretarlo con sensualidad a la espera de alguna reacción. Martín se incomodó cuando esos  ojos celestes como el cielo empezaron a impacientarse y bruscamente se levantó. 
            −Pamela –dijo algo sofocado–, como te decía, creo que no el momento. Lo siento.

            Dicho esto y escondiendo el bochorno la tomó del codo, pero a los pocos pasos detectó una mirada despechada. Contó hasta diez para pensar alguna frase que la apaciguara pero Pamela liberó su codo y se interpuso ante la salida con un solo motivo. Encararlo.

            −Estoy llegando al límite Martín, ¿te pasa algo conmigo?
            −No. –Y por más que esperó, fue el único monosílabo que articuló.
            Su mente se espesó ante el enfado de ser presionado por su secretaria y el desconcierto por la falta de interés sexual.   
            −¿Qué pasa? −murmuró con malicia apoyando sus pechos en él–. ¿Tiene algún problema tu espada?

            −Pamela no me provoques. Mi “espada” está perfecta. −Y se maldijo ya que el tono de voz salió muy poco convincente.
            −¿Estás seguro? ¿La utilizaste últimamente?
            Presa de un agobio puramente masculino, dejó a su mente recordar cómo había terminado la borrachera del viernes.

            −Sí, la usé. Ahora si me disculpas…
            −¿Y cómo quedó la afortunada? ¿Satisfecha?
            −Como quedaron deberías preguntar –aclaró controlando a duras penas el enojo−, y la respuesta es muy contentas.

            Pamela no se sorprendió ya que en más de una oportunidad tuvo que atender a dos o tres amantes despechadas a la vez, pero a Martín sí su falta de discreción. Eso sólo podía demostrar algo, que estaba verdaderamente enojado. Siempre tildó de burdo alardear de aventuras carnales con una mujer, pero no pudo evitarlo, ella quiso herirlo.
  
            −Muy bien. A buen entendedor, pocas palabras. Voy a seguir trabajando.
            −Pam –la llamó en tono conciliador, si había algo molesto en el ambiente laboral, era la ira femenina, así que la rodeó con sus brazos y le permitió juguetear con el nudo de la corbata–. No es contigo gatita, llevo unos días en que no puedo dejar de pensar en…−Yesabel, le gritó su mente agobiándolo más–, en todo este asunto del centro comercial, pero te prometo que en cuanto termine todo vuelve a la ser como antes, ¿sí?

            −¿De verdad? –preguntó haciendo un mohín con los labios pintados.
            −De verdad, en cuanto el shopping esté inaugurado, todo vuelve a la normalidad.
            −Te tomo la palabra.

            Se miraron, pero en la mente de Martin apareció una sola pregunta: ¿Realmente volvería a ser el mismo? Ella aprovechó su momentánea ausencia para rodearle el cuello y acercar los labios a la fina línea que formaban los de él. Martín decidió dejarla para que abandonase la oficina pero antes de que el beso comenzara, sonó el teléfono.

            Ella volvió al escritorio mientras él murmurando un “menos mal” se acercó al gran ventanal. Metió las manos en los bolsillos, lanzó una maldición hacia la cuidad y reconociendo que estaba más mal humorado que antes, canceló varias citas para tomarse la tarde libre.
            −Creo que hoy necesito ir a jugar al frontón, meterme al hidromasaje y a la cama.

Al ritmo de U2 condujo sin apuro por el abundante tráfico hasta llegar a su solitaria casa. Era extraño, hasta hace poco no le molestaba que nadie lo esperara, sin embargo ahora…
  
            Enojado hasta con las medias que se calzaba, se cambió el traje azul profundo por el uno de los conjuntos deportivos que coleccionaba y se dirigió al  frontón del country. Salió raqueta en mano y por inercia, miró el reloj de muñeca. Todo cambió, eran casi las seis de la tarde y su cuerpo cambió de rumbo, giró hacia la izquierda y guiado por un repentino hormigueo en el pecho, caminó decidido hacia el único lugar donde quizá, podría cambiar el humor. La residencia de Violeta.

Una vez enfrente de la casa se apoyó en el troco de un árbol y sacó su iPhone para marcar el nuevo número que había grabado en la memoria. El “hola” que sonó del otro lado lo dejó sin habla, el corazón se le desbocó y sus inmaculados dientes brillaron con una temeraria sonrisa. Como en sus mejores años de secundaria decidió no hablarle ya que en breve saldría. Guardó el teléfono, cruzó un pie sobre el otro y golpeteando la raqueta en el talón, esperó con la paciencia de un lobo.  

*******


Yess salió quince minutos más tarde, respiró el olor a tierra mojada ya que varios aspersores regaban el césped cargando el ambiente de agradable humedad, y comenzó a caminar. La natural fragancia le encantaba, le recordaba a la infancia, cuando su padre llegaba de trabajar y la llevaba a regar las plantas. Cuánto lo echaba de menos…

            Meneó la cabeza para alejar la tristeza que le producían los recuerdos y trató de pensar en la cena. Y su semblante se endureció. Por alguna razón, cada día le costaba más volver a casa con una sonrisa, su hogar se tornaba cada vez más distante, feo e insoportable.

            Con deliberación decidió pensar en otra cosa y para calcular cuánto faltaría para llegar al barrio, sacó el teléfono para ver la hora. Algún día llevaría a arreglar su tan querido reloj de muñeca, que llevaba años guardado en el cajón. No era una pieza muy cara, pero como se lo había regalado su padre al cumplir los quince años, para ella el valor era incalculable. Sonrió pensando que el sábado pasaría por la relojería a pedir presupuesto para repararlo, hasta que de pronto y de reojo, divisó una silueta cruzando la calle en su dirección. 
Su paso fue interrumpido. Alguien de gran tamaño estaba parado ocupando la mayor parte del camino a seguir. Sin saber por qué su corazón se sobresaltó, no se atrevió a levantar la vista y con los ojos fijos en la pantalla del teléfono, dio un paso a la derecha para esquivarlo. El individuo hizo lo mismo y a ella no le quedó otra opción que mirarlo.

            Los temores eran ciertos, su corazón no se equivocó.
            Martín parecía el típico protagonista de una de las novelas que solía leer. Su rostro absolutamente varonil estaba adornado por una nariz perfecta en forma y tamaño, labios carnosos y una hilera de inmaculados dientes que asomaban al sonreír. El pelo era castaño y lo llevaba largo, pero solo lo suficiente para que las puntas rebeldes rozaran su nuca, dándole un toque de presumido desorden.

            Los ojos no eran grises como creía recordar, eran grises y azules, un tono raro, ahumado e intenso. Mientras lo examinaba, advirtió que algo en él cambiaba, las facciones perdieron rigidez, su mirada se dulcificó y la media sonrisa que dibujaron los labios, le robó el aliento. En ese momento supo que de tener ocasión, nunca se cansaría de apreciarlo. Él era sencillamente, el hombre más hermoso y atractivo con el que se hubiera cruzado jamás.


            −Hola Yesabel.

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