viernes, 28 de noviembre de 2014

Capítulo 4

Algunas de sus anécdotas preferidas fueron tema de conversación, y cuando estaba recostada sobre unos almohadones riendo tentada ya que me estaba detallando cuánto le costó aprender a bailar el tango, me preguntó:

 −¿Y tú? ¿Qué tal lo bailas?
−No, no sé bailar tango.
−¡Cómo! ¿De verdad?
 −¡Te lo juro! Las veces que mi papá me quiso enseñar yo le decía de todo!

Él soltó una carcajada que revoloteó por el gran salón.
−¿Cómo de todo?
−¡Sí! −Exclamé recordándolo− le decía ¡ay, papá eso son bailes de viejos! Nunca voy a querer bailarlo. Y él se reía mucho conmigo ¿sabes?

−¿Y ahora cómo te llevas con él? Seguro que muy bien.
 −Mi papá hace unos meses que murió.
−Ho, cuánto lo siento… –y apenado me tomó de la mano.
−Tranquilo, no tenías por qué saberlo.

Mi expresión seguramente cambió porque con rapidez se levantó y llevándome de la mano caminó hasta el equipo de música, tocó varios botones y se dio vuelta, a la vez que empezaba “Por una cabeza”, un tango precioso, en versión melódica.

Serio, con sus ojos clavados en los míos, se acercó con peligrosa lentitud. Sus brazos llegaron a mi cuerpo y me estremecí. Con la nariz rocé la camisa de seda y su perfume se adentró en mis pulmones. Con torpeza, apoyé la mano en su hombro y lo sentí duro y erguido. Sus dedos presionaron levemente el final de mi columna vertebral y el calor me quemó. 

La sensación que tuve, al sentir su mano dominante cerrada en la mía fue tan intensa, que me impidió dejarme llevar por el ritmo.
Apoyó el mentón en mi sien, acarició mi oreja con el aire caliente que liberó de los pulmones y con suma paciencia, intentó enseñarme.

Luego de la parálisis cerebral que me produjo el efecto de estar nuevamente entre sus brazos, logré distenderme al punto de disfrutar de los temas que variaron entre salsas, merengues, risas y pisotones. Nos divertimos hasta las lágrimas sintiéndonos cómodos el uno con el otro de una manera espontánea y asombrosa.

 Mis pensamientos se interrumpieron cuando escuché que empezaba “Lluvia de noviembre” y una exclamación de gozo se me escapó. Utilizando un movimiento rápido y preciso me envolvió por la cintura y aplacando un poco las emociones, comenzamos a bailar.

 Las risas terminaron. Me sentí vulnerable, débil y torpe ante su capacidad de mando, pero era imposible no dejarse llevar. Por un lado, mi cuerpo traicionero y excitado pedía su contacto mientras la mente se concentraba, como podía, en disimular los efectos devastadores de esas manos tibias en mi espalda. El calor subió, espesando cualquier razonamiento y llenando de  adrenalina el pecho.

Fijé la vista en el azul profundo de su camisa y traté de tranquilizarme. Respiré profundo y aflojando los músculos me dejé guiar. Nos acercamos muy despacio y mis manos con voluntad propia se fueron cerrando en su cuello. 

 No lograba hablar…, quería hacerlo para mantener la cordura, pero me fue imposible. Respiré su calor, y fui  consiente de que su sensual energía era suficiente para envolvernos a los dos, y de sobra. “Relax” escuché y mi cuerpo obediente, como si de flan se tratara, se aflojó.

Sentí la tibieza del mentón apoyado en mi sien y vibré en sus fuertes brazos, que poco a poco acortaban la distancia.  Perdí la noción de las canciones que bailamos así, en esa misma postura, me esforcé en tejer una fina cuerda con la coherencia, pero era una tarea titánica, enorme y cansadora, muy cansadora…

Cada minuto me sentía más atraída hacia a su cuerpo que, al principio parecía tan tenso como el mío, pero con el correr de las canciones y en medio de nuestro silencio, se fue relajando.

Por momentos deseaba que hablara para ayudarme a volver a la realidad y por otros, tenía la certeza de que no eran necesarias las palabras para comunicarnos, al parecer, nuestros cuerpos lo hacían por nosotros y de maravilla.

Reaccioné cuando bajó la cabeza y me habló con una voz tan ronca que me produjo un exquisito escalofrío.
 −¿Estás bien? −El calor penetró en mi oído y su aliento con sabor a vino me embriagó.
 −Sí −dije cerrando los ojos percibiendo su pesada respiración en mi oreja.
 −Con que pidiendo cosas imposibles… ¿no? –le susurró mi voz interior a la razón que, con el mentón en alto miraba hacia otro lado.

 −¿Seguro? –su voz detuvo el ridículo duelo que se gestaba en mi cabeza.
−Estoy tocando el cielo con las manos… −traspasando las puertas de la coherencia, las palabras fluyeron sin consentimiento. Acto seguido me arrepentí, pero ya estaban dichas.

 Sus labios como el aleteo de una mariposa, me besaron la sien. fue suave, exquisito y potente. Presa de un de un insolente impulso, levanté la cabeza y suspiré.
−¿No será demasiado? –susurró anclando su mirada en mis labios. 


 −Te puedo asegurar que no.
Me rodeó más fuerte y con nuestros cuerpos pegados me abandoné por completo, tenía la batalla perdida y lo supe en ese preciso momento.

Los temas continuaban, nuestra respiración era cada vez más pesada y el calor casi insoportable. Mis dedos se movieron y con deleite acaricié su tentadora nuca. Un sexual suspiro salió disparado de sus labios, las manos me rodearon la cabeza y olvidándome de la fama que pesaba sobre sus hombros, lo creí interesado en mí. 

Con un deseo dominante levanté los parpados para encontrarme con sus ojos vidriosos y turbios. Me sentí arrastrada, llevada por una corriente invisible y mi cordura no hacía nada por salvarme. Casi podía contar sus latidos que notaba a través de la fina seda de su camisa y me sentí atractiva, poderosa. 

En ese momento les cerré la puerta a todos sus mitos y leyendas, me importaba un comino la interminable lista de mujeres que desfilaron por su cama, ni la belleza atroz de cada una de ellas. Sólo me di permiso para sentir… para palpar esa corriente eléctrica y luminosa que recorre a dos seres humanos cuando se gustan. Sin importar sexo, raza, credo o religión.

Lo recorrí a libre demanda con  mis pupilas, me encandilé con la tensión de su mandíbula y lo respiré…, cómo lo respiré.
El tiempo parecía detenido, la música apagada y la realidad esfumada. Me temblaron los labios, mi instinto de mujer estaba extasiado con ese hombre y nada deseaba más que un beso suyo.

Dios cómo quiero probar uno de tus besos, sólo uno…
Su boca apenas se curvó y me pregunté si habría escuchado mis pensamientos. La distancia era mínima, se humedeció el labio inferior y mis ojos se clavaron en ese abrasador brillo. 

 Contuve por unos mementos la respiración.
Sus dedos se tensaron en mi cuero cabelludo, los míos se hundieron en su nuca y los labios se secaron. Las respiraciones se entrelazaron, el momento parecía haber llegado cuando de pronto nos sobresaltó el timbre del teléfono. Ambos pestañeamos, como si la magia se hubiera roto y la voz de Pau se escuchó dejándome un mensaje en el contestador de lo apenada que estaba por dejarme “sola”.

−“¿Sola…? ¡Menos mal que la tele transportación todavía no existe, porque es para viajar a donde estés y matarte Paulina!
Sus manos se aflojaron, nuestros cuerpos se separaron y sonrió con las mejillas encendidas y un gesto evidente de disculpa. 

− ¿Vamos? −sugirió para mi sorpresa.
¡Dios, no dejo de sobresaltarme con este hombre!
¿A dónde?
−¿Confías en mí? −Preguntó mientras luchaba por normalizar mi respiración pero hipnotizada con la espesura de sus pupilas, me era imposible.
−Completamente −dije sin pensar.
¿Y eso...?  −me renegué− ¿Completamente…?

Sus labios demostraron una traviesa sonrisa y tomándome de la mano caminamos hasta la puerta, tomó una llaves que estaban en el gran recibidor y apagando las luces salimos.

La brisa tibia de la madrugada me despertó del sueño que estaba viviendo y para mi asombro llegamos a una camioneta todo terreno, negra que estaba estacionada a un lado de la gran fuente. Abrió la puerta y con una cómica reverencia me indicó que subiera. 

Con una risa algo nerviosa le obedecí y abrochándome el cinturón de seguridad lo vi acomodarse en el lugar del piloto. Con una expresión picara me guiñó un ojo, puso la llave del contacto, la giró y dio algunos acelerones.

 −¿Estás lista?
Asentí tratando de guardar esa imagen en mi cabeza a fuego, quería que la noche no terminara más, vivir toda la vida a su lado y que esa escena se repitiera infinidad de veces, pero era consciente que era imposible.

¿Imposible…?  ¿Otra vez esa palabra?
Acomodó apenas el espejo retrovisor, aprovechó para peinarse con los dedos y poniendo primera giró el volante para salir por el extenso camino escoltado por farolas que nos llevaría hacia exterior. Llegamos hasta el gran portón y saludando a sus hombres de seguridad giró a la derecha, tomamos una angosta calle y entre bromas y risas ejerció de guía turístico. 

Pasamos por casas y restaurantes que pertenecían a personajes famosos y yo me enamoré de la vida nocturna de esa cuidad de ensueño.
−¿Podemos parar en algún lugar, no tengo cigarrillos?
 −¿Perdón? −Dijo con mucha gracia.
 −¡Sí es que se me terminaron!
 −Bueno cuando “vea” donde comprar, paro.

Seguimos por nuestro paseo y daba la casualidad de que él no veía ningún lugar donde comprar y cuando le avisaba a tiempo, justo no podía detenerse o bien se apuraba a pasar por un semáforo a punto de cambiar. En dos oportunidades por fin paró, en una al intentar bajarme arrancó aun con la luz roja, y en la siguiente me trabó “accidentalmente” las puertas.

 Estábamos muy tentados, ya que ambos nos habíamos despojado de nuestras maduras personalidades para ser dos niños traviesos. Me parecía increíble conectar con él que era la estrella pop más famosa del momento, de esa forma tan fuerte y sencilla, pero crease o no, así era.

La noche nos acompañó bastante en la aventura, al ser sábado por la noche las calles estaban atestadas de gente pasando de disco en disco, comiendo o caminando por la rambla.

Hubieron momentos en los que me sentí una fuerte nostalgia, hacia unos diez años yo también estaba vestida así, riendo de esa forma y viviendo la vida a pleno, negué apenas con la cabeza y me giré para verlo,  estaba detenido en un semáforo, inmóvil, mirando la gente, escuchando el bullicio y tal vez…, pensando lo mismo que yo.

Después de esa pequeña pausa, las risas mermaron, la atmosfera cambió y volviendo a ser nosotros mismo, me llevó a una estación de servicio. Se detuvo algo alejado, seguramente para no ser reconocido mientras yo reaccionaba desesperada en que no llevaba la billetera. Me tapé la cara con mis manos para reírme con nerviosismo.

−¡No puede ser! Salí sin la cartera, no tengo nada, ni dinero ni documentos… ¡Nada!
−¡Qué pena! −Sonrió mirando el espejo retrovisor de su izquierda, puso el intermitente, primera y arrancó.

 Estaba un tanto desorientada y me arrepentía de haber hablado de dinero ya que me había incomodado bastante pero, estaba dicho. El sonido del motor era lo único que rasgaba ese intenso silencio y no sabía de qué hablar. Con suma lentitud, el semblante serio y hermético, dio una vuelta a la manzana para detenerse en el mismo punto que antes.

Mi vista se perdió en algún punto de la noche, tensa y nerviosa, mientras él se giraba y aunque no lo imité, percibí sin problema la diversión de su estado anímico.
−Mira en la guantera, creo que algo de dinero hay ahí. ¿Pensaste que no te iba a dar, no? −Su voz sonó tan animada y segura que decidí mentir.

−No, sabía que era una broma…
−Sí, claro −contestó incrédulo.
Sin mirarlo para no reírme o enojarme, la abrí y me encontré con un desorden terrible, papeles, cajas de chicles vacías, caramelos, medio chocolate, tarjetas y billetes arrugados.

−¿Así llevas el dinero tú?
−Esa es la importancia que le doy.
Meneando la cabeza bajé y compré los ansiados cigarrillos. Cuando me abroché el cinturón abrí el paquete y al percibir un agudo silencio, lo miré. Su expresión era de puro disgusto y antes de que pudiera articular una palabra de reproche, con mis ojos se lo supliqué.

−Uno solo.
Sonrió, miró hacia adelante y me ofreció el encendedor del coche.
−Medusa.
−¿Qué me llamaste? –pregunté largando el humo después de encenderlo.
−Medusa –repitió mirando el espejo retrovisor para incorporarse al tráfico –tienes peligrosa la mirada.

Me lo fumé en silencio, intentando controlar mis palpitaciones mientras él parecía concentrado en el tráfico.
Para enfriar un poco la mente, miré por la ventanilla e intenté imaginarme cómo la estaría pasando Leandro. Era consciente que no era el mejor momento, no intentaba empañar la noche, pero necesitaba con urgencia un cable a tierra que me recordara quién era y para qué había viajado hasta Miami. 

 El camino se hizo más oscuro y solitario, lo miré por un momento y cualquier pensamiento angustiante se esfumó. Enrique estaba serio, sus ojos pasaban por segundos por los espejos, sus manos acariciaban el volante y con mucha seguridad pasaba los cambios.

 La camioneta se movió con algo de inestabilidad y cuando giré lo vi buscando el mejor lugar para detener el motor. Levantó el freno de mano y volviendo la vista al frente, me quedé asombrada. Toda su atención estaba en mí, lo noté en el aire que respiré, pero no pude sacar la vista de la inmensidad del mar en plena madrugada.

 −Espero que te guste.
−¿Gustarme? me encanta… desde que tengo uso de razón, la playa es mi lugar preferido y de noche más aún.
−¿Hace mucho que no das un paseo nocturno?
 Lo miré tomando consciencia de los años que hacía que Leo y yo no realizábamos este tipo de cosas y leí, a la perfección que él de alguna manera lo sabía.

Movió apenas sus labios de lado, guiñó casi imperceptiblemente un ojo y sus palabras calaron una vez más en mi cabeza. “No pasa nada, no hay necesidad de decirlo…” 
 Las puertas se destrabaron y rompiendo ese dialogo mudo decidimos salir. Bajamos y apoyándonos en el paragolpes de la camioneta escuchamos a Elton John que nos cantaba por la radio. En el cielo se veían los primeros preparativos para el nuevo amanecer, la brisa era refrescante, y la paz indescriptible.

−¡Qué belleza! −dije cerrando los ojos, tirando mi cabeza hacia atrás intentando retener ese “olor a mar” mientras él, apoyando un codo en el capó, se perdía en la inmensidad del horizonte.
−Es uno de mis lugares preferidos.
−¿De verdad?
−Sí, cuando puedo me hago escapadas como estas, de madrugada, para disfrutar del mar que tanta paz me da.

 Sus ojos se clavaron en las olas y tomé conciencia de la fuerte  necesidad de cosas sencillas que tiene que tener una persona  que pasa la mayor parte de su tiempo subido a un avión, preso en elegante hoteles, posando para fotografías, contestando interminables listas de preguntas, o sobre un escenario.

La diferencia que existía entre él y el cantante eufórico y sexual que mostraban sus videos, era abismal. Este hombre sólo deseaba refugiarse en la naturaleza para olvidar un poco el huracán que lo acompañaba todos los días de su vida.

Dejé de analizarlo, me saqué los zapatos y caminé hasta la espuma que dejaban las olas. Estaba tan tibia y apetitosa que de a poco me fui metiendo hasta cubrir por completo mis pies.
−¿Está linda no?
−Sí, ¡está hermosa! −exclamé mirando cómo se descalzaba,  y se arremangaba el pantalón. Se acercó con una mirada de niño que me cautivó y nos dimos la mano. 

El agua nos llegaba casi hasta las rodillas cuando nos detuvimos y contuve como una guerrera las ganas de soltarme de su mano. Teníamos los dedos entrelazados, con fuerza y la electricidad que intercambiábamos era devastadora para mí. Nunca había experimentado algo parecido. Eso me ponía bastante nerviosa y me impedía disfrutar del paisaje, pero aun así, seguí agarrada.

 −Irresistible.
 −¡Qué transparente que es!
Dije lo primero que me vino a la mente para cortar el tenso silencio ya que no lo soportaba, ni un minuto más.
−En Buenos Aires no es así ¿no?
−No, es más verdosa, es diferente.       
−Acá podemos vernos los pies.
−Sí, o los caracoles −dijo pícaro −como ese…
− ¿Cuál?

Como buena ingenua, seguí la dirección de su dedo índice mientras sus manos me empujaban hacia el agua. “Tendría que haber sospechado algo así...” pensé mojada, y  enojada conmigo misma.

Me senté levantando las manos en claro gesto de rendición, qué iba a hacer, ya estaba toda mojada. Cuando mi sentido del humor empezaba a aparecer, una ola me tapó casi por completo. Su musical carcajada se confundió con el ruido del mar y mi enojo creció como la espuma. Nunca mejor dicho.

−¡Qué gracioso! ¡Me muero de risa! ¡Ahora ven, métete tú también a ver si te ríes tanto! −le ordené sarcástica pero por toda respuesta, lo vi alejarse hasta el vehículo meneando su arrogante dedo. Una bronca inmensa me invadió y caminé hasta él, que adivinando mi intención corrió sacándome bastante distancia. 

Lo perseguí unos minutos, pero obviamente no lo alcancé, volví a la camioneta, apoyé mis manos para recuperar el aliento y con medio cuerpo inclinado lo escuché.
−¿Quieres un cigarrillo?
−¡Sí! ¿Por qué, tienes?


Caminó hasta mí, riendo con todas sus fuerzas y con ambas manos levantadas intentaba sellar la paz.
−Lo siento, lo siento, no pude resistirme, no te enojes.
−No −comenté agitada− seguro que no estarás acostumbrado a contener tus impulsos ¿no?
−La verdad, se me da muy mal.
Sus ojos me miraron de una forma extraña y con algo de nerviosismo traté de cambiar de tema.

−¿Me puedes decir ahora qué hago yo toda mojada?
−¿Qué hacemos? −me corrigió con un brillo intenso en la mirada.

Ante mi descomunal asombro, caminó hasta el asiento de la camioneta desabrochando su camisa. Recorrí esa espalda que tantas veces había mirado en fotos y que en persona era muchísimo más atractiva, y un fuerte hormigueo se apoderó de mi estómago. 

Comenzó a sacarse los pantalones y como si hubiera reaccionado de golpe, se irguió con rapidez para mirarme.
−¿Te molesta?
−No, para nada, ¿llevarás calzoncillos no?
−Bóxer, ¿está bien? −Contestó en medio de una carcajada−. ¿Y tú?
−¿Yo qué?  

−¿No te quitas el vestido?
−¡No! −Aseguré con firmeza.
−Está bien como quieras, era para que estuvieras más cómoda, pero si no quieres…, a no ser que no lleves ropa interior…

−¡Claro que llevo! Es que… −detuve mis palabras ya que le estaba por contar lo tímida que siempre había sido. En realidad era un obstáculo a vencer y que me enojaba bastante, por eso cada vez que se me presentaba la oportunidad intentaba superarlo pero en esta ocasión, él era el agregado por el cual mi pudor se multiplicaba. 

Si Leandro en tantos años no había logrado que me libere del todo, menos lo iba a hacer con él.
−Es que ya estoy toda mojada. –Mentí insegura.
−Bien, como quieras. Si así estás más cómoda, lo que tú digas.

Él supo al instante que le mentía, lo percibí en el aire pero respetó mis limitaciones. Ni una sola palabra fue pronunciada, solo una suave mirada, un insignificante asentimiento y no necesité más.

Se acercó solo con su ropa interior, lo observé por unos instantes y mi piel se estremeció. El estómago estaba delineado por sus músculos, sus brazos despedían fuerza y su pecho era amplio y tentador.

-¿Y todavía me pregunto por qué me resulta tan irresistible?  
Tomados de la mano nos metimos al agua al mismo tiempo, corrimos entre las olas y de un chapuzón nos sumergimos. Salió a la superficie y con ambas manos se peinó hacia atrás, sus músculos se marcaron y secándose la cara, la cruz brillante en su pecho me hipnotizó.

−¿Nadamos?
−¿Qué…?
−Si nadamos, en el agua, así… −dijo moviendo sus brazos de manera cómica.
Me reí. Él estaba al tanto del efecto que causaba en las mujeres y yo no era la excepción a la regla.

−No −contesté tratando de desviar la mirada de sus ojos para que dejara de leer mis sensaciones−, no sé.
−¿Cómo no sabes?
−Otro intento fallido de mi papá. Él marinero y yo, nunca aprendí a nadar.

−O sea que eres una rebelde ¿eh?
−No −reí encandilada con su sentido del humor y familiaridad−, rebelde no pero tengo mi carácter “cuesta” que haga caso.
−Eres un reto ¿eh? −Preguntó sugestivo moviendo las manos debajo del agua.
−Algo parecido.

−No hay nada que me guste más en este mundo, que los retos. Te invito a lo profundo. −Propuso sin darme tiempo casi a considerar sus palabras.

−¡No! −Me salió casi con terror−. A lo profundo no voy.
−¿Te da miedo?
−Sí, me desespero si no hago pie.
−Puedes gritar si quieres, aquí nadie va a oírte.

El tono despedía frialdad, sus ojos estaban inexpresivos y una ola de miedo me invadió al ver que no sonreía. Su pecho pareció más amplio y sus músculos me informaron que si él quería, podría conmigo sin esfuerzo alguno. Estaba a punto de salir corriendo cuando lo vi acercarse con esa mirada fija y helada.


−¡Ni se te ocurra! ¡No te acerques! −Exclamé asustada, después de todo era un perfecto desconocido.

Sus carcajadas me relajaron, su abrazo desnudo me calmó y el cambio en su tono de voz, me emocionó.
−Tranquila, era una broma ¡no pensé que me ibas a creer!
−¡Qué tonto eres!

Del enfado lo empujé y se sumergió. Esperé unos momentos y mirando para todos lados entre la oscuridad lo busqué. Me estaba poniendo nerviosa ya que no aparecía, cuando salió a la superficie, largó el aire de sus pulmones y mientras reía, me rodeaba por la cintura como un niño.


−¡No hagas más eso! ¿¡Qué te pasa!? ¿Te propusiste hacerme enojar?

−Mmm… no estaría mal, ¿verte cómo dicen en Argentina? “Re caliente” ¿no? –Sin contestarle, le pegué con la mano cerrada y por toda respuesta, levantó sus puños en posición de guardia, agachó la cabeza y se balanceó.

−¡Ah! quieres pelea ¿no? Ven, vamos, que te espero.

−No me desafíes, que no sabes con quien estás. −Le advertí seria.

−Acabas de despertar mis instintos más salvajes cariño, vamos, ¡ven!

Jugamos como chicos, nos empujamos y disfruté como hacía mucho que no lo hacía. Si bien Leandro tiene mucho sentido del humor, le cuesta hacer pavadas, relajarse y ser un niño por un rato aunque sea, entonces son pocas las veces que me río tanto.

−Me rindo −habló sujetando sin esfuerzo mis puños−, eres demasiado buena para mí. ¿Quieres nadar conmigo?

−Pero si te dije que…
−¿Quieres nadar conmigo?

Lo miré, me sumergí en sus pupilas y supe con claridad que podía confiar en él. En mi mente se dibujó una bandera blanca, bajé la guardia y me rendí.

−Sí −dije soltando el aire–, quiero nadar contigo.
Y hasta el continente europeo.
−Ahora vuelvo.

Antes de que pudiera formular alguna pregunta, salió del agua y se dirigió hasta la camioneta. Aunque la luz era tenue su figura era irresistible, por más que quise, no pude sacar los ojos de esos músculos, de esa energía que lo rodeaba y de su arrogante porte.


Al regresar traía un chaleco salvavidas negro y entre risas me ayudó a ponérmelo.

−Ese coche es la caja de Pandora, como lo uso en mis escapadas, puedes encontrar de todo.

−Ya veo.

−Ahora relájate −sugirió al terminar con la tarea− y déjate llevar ¿sí?

−¿Y si me pongo nerviosa? −Busqué compañerismo y comprensión en sus ojos y sorprendiéndome, lo encontré.
−Te traigo −contestó rotundo−, ¿confías en mí?−Completamente. 

Respiré profundo y de a poco fuimos pasando donde se rompen las olas, ya no hacia pie pero me llevaba tomada de la mano. Entre el baile del agua, pero bajo su protección, me sentía algo rara, insegura y vigilada a la vez. El miedo se resistía a dejarme pero su mirada, acompañada de esa leve sonrisa, me dejó un claro mensaje de que él sabía lo que hacía y que no permitiría que nada me pasara.

En un momento me soltó y se acercó sin tocarme, moviendo los brazos bajo el agua.

−No te hundes.
−Sí, ya veo, me estoy sintiendo muy segura, con el chaleco.
−¿Y conmigo?

Estaría más tranquila, si me rodearas con tus brazos hubiera querido decir, pero no me lo permití, yo no era una de sus fans desinhibidas, si no la amiga de una de sus empleadas.

−Aunque no te vi nadar, creo que serías un buen salvavidas. −Bromeé al fin.

−Ahora me verás.

Sentí terror de que se alejara, pero él nadó en círculos, despacio, muy cerca y atento en todo momento. Respiré con pausa para dominar los miedos y me dejé llevar por el baile del agua. Sus brazadas eran lentas y la expresión del rostro dejaba ver lo relajado que se encontraba. La espalda le brillaba bajo la luz del próximo amanecer y su pelo se pegaba alrededor de la cara. 

−Parece una piscina, que tranquilidad hay acá atrás.

Alguna vez llegaste tan lejos? −Preguntó acercándose hasta mí.
−No, nunca.
−¿Y te gusta?
−Me encanta. –Y una expresión de triunfo brilló en su mirar.

−Te lo dije: “no hay nada que me guste más, que los retos” 

El miedo se había ahogado en el mar y las ansias de detener el tiempo eran cada vez más intensas. 
−¿Damos la  vuelta?
−Sí −asentí de mala gana−, vamos.

Titubeó, lo vi dudar como si supiera que me quedaba con ganas de más, pero ni loca le exigía más tiempo que el que él estuviera dispuesto a darme. Cuando faltaba poco para hacer pie nos detuvo.

−Espera, ¿no quieres flotar un poco?

−No, me da miedo.
−Estoy aquí, contigo −dijo en tono protector−, quítate el chaleco.

Hicimos una pausa y hablamos, otra vez con las miradas, tengo miedo le dije sofocada, yo te cuido creí leer mientras sus dedos bajaban el cierre. Con mucha suavidad, me brindó el tiempo suficiente para detenerlo, como no lo hice me lo sacó. Sentí la fuerza de sus manos sosteniendo las mías y me dejé llevar.

−No me sueltes. −Supliqué con el corazón acelerado.

−Abrázame, abrázame con ganas.

Esas palabras bastaron para despertar un sentimiento de confianza que no recordaba. Confundida por mis propias emociones, me rodeé a su cuello, mi pecho se pegó al suyo y el mentón por propia decisión, se apoyó en su hombro. Estaba entregada. 

El olor a sal, el vaivén de las olas y la noche alejándose de a poco me relajaron y entre la paz que experimentaba oí, su voz en mi oído.


−Aflójate, respira, disfruta…, estás a mi lado y no pienso soltarte. −Terminó con esa voz ronca que tanto me estremecía.

−¿Me lo prometes?
−Te lo juro.

Dio resultado, me dejé llevar y de forma mágica comencé a flotar. Abandonada por mi nerviosismo y venciendo un viejo terror, tomé distancia de su cuerpo. Su cara no demostraba ganas de soltarme pero poco a poco accedió y tomándome de las puntas de mis dedos accedió, atento, vigilante. Su concentración estaba puesta en mí, lo vi, lo leí en sus pupilas y supe que estaba más segura que en tierra.
−Bien, lo estás haciendo de maravillas…

Sentí admiración, como si él supiera lo que representaba para mí estar casi sola, flotando y venciendo un miedo que me acompañaba desde que tenía uso de razón.  “Gracias” le dije en silencio, casi al borde de las lágrimas, ya que para mí, algo tan sencillo como eso era una victoria personal.

La corriente, despacio pero seguro, nos arrastraba hacia la costa y sin darnos cuenta llegamos a donde rompen las olas. Cuando nos dimos cuenta de lo que pasaba, ya era demasiado tarde, una ola grande e inesperada, nos envolvió. Dejé de sentir su contacto y mi cuerpo perdió el control, girando impulsada por la fuerza del agua.

Los  nervios me traicionaron ya que abrí la boca intentando gritar tragando gran cantidad de agua, los pies no llegaban a tocar fondo y mis ojos sólo me mostraban oscuridad. Moví los brazos desesperada, deseaba llegar a tierra y dar un envión hacia la superficie, pero no lo encontraba. Me estaba agotando. Cada segundo más aterrada y cuando sentí que ya no podía más, que el poco aire que me quedaba no era suficiente, sus brazos me arrancaron de esa pesadilla.

Una fuerte bocanada de aire entró a mis pulmones y comencé a toser sin control. Rodeó mi cintura y apresurado llegamos a la arena. Estaba agitado, nervioso y aturdido. Su voz tardó demasiado en salir y cuando lo hizo estremeció mis sentidos. La angustia era palpable. 

−¿Estás bien...? Perdóname te solté… −continuó sin esperar mi respuesta−, yo te solté. Por favor perdóname.

Se interrumpió para apartarme la cabeza de su pecho y unos mechones de pelo pagados en mi rostro, mientras me recorría con una desesperada mirada. Frunciendo el entrecejo me apretó otra vez contra su caja torácica que subía y bajaba con rapidez y sintiéndome apretada solté todo mi miedo, llorando aferrada a su piel.

El momento se hizo eterno, el alivio que sentía entre sus brazos era irresistible y no podía alejarme, no quería dejar de sentirlo y él lo entendió brindándome toda su paciencia y comprensión.
Respiró profundo y se separó lo justo para mirarme a los ojos. Rodeó con sus manos mi cara obligándome a mirarlo.
−¿Me perdonas?

Asentí ya que el temblor en los labios me impedía contestar. Se disculpó con su triste expresión y liberando mis últimas lágrimas, volvimos a abrazarnos. Él acarició con ternura mi cabeza y nos balanceó un par de veces.  

Cuando ya estaba más tranquila, nos acercamos hasta la camioneta tomados de la mano y me ayudó a sentarme en la arena seca. Se arrodilló enfrente a mí y ahí se quedó. Solo algunos sollozos interrumpían mi respiración, cosa que parecía angustiarlo en cada temblor. Me observó lleno de alivio, hasta que cerró los ojos y otra vez me atrajo hacia él. Poco a poco su abrazo tuvo el efecto calmante que tanto ansiaba y en breve mi estado emocional estaba normalizado.

No fue hasta entonces que caminó hasta el baúl y volvió con una toalla, se arrodilló dónde estaba antes, secó primero mi cara para luego rodearme con ella.

Traté de no mirarlo, me sentía torpe e incómoda, cualquier niño podía flotar, pero yo no.
−No se te ocurra pensarlo, no fue tu culpa.

En pocas horas que pasamos juntos, esa comunicación ya me resultaba conocida, espontánea y natural.


−Todo el mundo sabe nadar, o flotar y yo… ¡mira en qué problema te podría haber metido!
−¡No vuelvas a pensar así! −Su semblante se endureció−. Tú te podrías haber…

−Muerto.

−¡Sí, eso! ¿Y estas pensando en mí?
Lo observé asombrada y reaccioné. Era verdad, su angustia, desesperación y miedo de alguna manera había sobrepasado los míos propios.
Su mirada fue aguda, tenaz y reprobatoria. Me estudió como si nunca me hubiera visto, como si hubiera dicho la mayor barbaridad del mundo y meneando la cabeza abrió y cerró la boca dos o tres veces.

Se separó como si tuviera una enfermedad contagiosa, posó sus manos en la cintura y se acomodó a mi lado. Pasamos unos momentos sin hablar, yo trataba de recuperarme y él, parecía enojado conmigo, o consigo mismo.


−Estás mejor ¿no? −Preguntó algo brusco.
−Sí, ya pasó, además fue sólo un poco de agua que tragué nada más.
−Es que te solté, te perdí de vista y…, me pasaron mil cosas por la cabeza. −Terminó acariciándome la cara y suavizando el tono.
−Ya pasó −le devolví la caricia con la intención de calmar su mal humor y le di un beso en la mejilla−, tienes los ojos rojos.
−Te busqué bajo el agua. Como un loco.

Sus palabras brotaron casi como un susurro, la distancia era mínima y sus ojos se clavaron en mis labios. Humedeció los suyos y una alarma interna despertó del hechizo a la romántica incurable que llevo adentro, me  alejé de su rostro y tragué saliva. Mi expresión le habrá dicho algo ya que sonrió a modo de respuesta. Me sentí enojada, cualquier gesto en él me desbordaba dejándome en evidencia. Fruncí el ceño y miré hacia las olas. Él quedo con sus ojos en mí por unos instantes y aumentando la sonrisa, me abrazó.

−Presumido.
En silencio, con el baile de las olas y el canto de las gaviotas, los dos contemplamos el amanecer que el cielo nos regaló.
¿Dónde estará ahora? −Me pregunté al cabo de un rato. Había rodeado sus rodillas con los brazos y el mentón descansaba en una de sus muñecas. Al  igual que yo ¿sería un soñador nato? ¿Despegando de la realidad en pocos segundos? Decidí no interrumpirlo, nuestros ojos vagaban por el paisaje y aunque el tiempo parecía detenido, no era así. 

−¿Vamos? −Preguntó a la vez que giraba la cabeza y me miraba de perfil recostado en su antebrazo, por unos momentos solo nos miramos, y comprendí que a su lado me sentía a gusto, cómoda, como si ese fuese mi lugar. En paz.

Asentí, nos sonreímos y sin mediar palabra nos acercamos al vehículo. Fue hasta el asiento del piloto, se puso los pantalones, los zapatos y sin abrochársela, la camisa. Me sacudí el vestido y viendo que estábamos solos me saqué las medias panty cargadas de arena. Doblé la toalla, la guardó en el baúl y entramos a la camioneta donde Ricardo Arjona cantaba desde la radio.

Maniobró en la arena, las ruedas traseras derraparon un poco para salir, pero logramos tomar el mismo camino que nos había traído. Lo miraba de reojo, controlando mis ganas de abrazarlo por su apariencia despeinado, desarreglado y hermoso. Estaba con el pelo mojado, con la camisa desabrochada, los puños abiertos y el cinturón de seguridad cruzando su pecho. Cuando llegamos a la incorporación, se aseguró que no venía nadie, puso primera, giró totalmente la dirección del coche y no habló hasta que se introdujo en la carretera.

−¿Ya pasó, no?
−Sí, fue sólo el susto.
−¿Te gustó mi lugar secreto?
−Me encantó, pero ya no es tan secreto. –Bromeé con naturalidad.
−Es nuestro secreto. −Contestó mirándome por un instante y poniendo tercera.
A cuántas se lo dirás. –Y pensándolo en compañía de otras mujeres en el mar, con  un sobresalto me acordé.
− ¿Y el chaleco? −Sonrió al girar el volante a la izquierda y sin mirarme, contestó.
−Tuve que elegir entre él y una “damisela en peligro”
Y nos reímos recordando que entre su extensa carrera, figuraba la participación en el doblaje al español, de una famosísima película de Disney.

−¿Y tuviste que pensarlo mucho Hércules?
Su risa sonó fuerte mientras meneaba la cabeza.
−Un poco…
−¡Qué malo! ¡Ya verás!
−¡No! Mentira −repuso tocándome el muslo izquierdo−, me asusté como hace mucho que no me pasa. Eso no era ficción.
−Te confieso que yo también. Antes le tenía miedo al agua, ahora un poco más.

−Tendrás que superarlo −comentó tocándose el pelo−, no hay nada más traicionero que el miedo.
−Tú sabrás poco de eso ¿no?
Algo sorprendido me miró por un instante y con el ceño fruncido preguntó.
−¿Por qué? Tengo miedos como todo el mundo, o peores.

−Discúlpame −hablé tocándole por reflejo la mano que descansaba en la palanca de cambios− otra vez la tonta idea de que por tu vida de artista, no perteneces al reino de los mortales.
−Estás perdonada.
−Ya sé cómo lograr que no me vuelva a suceder. −Hablé quitando apresurada la mano que reposaba muy cómoda sobre la suya.
−¿Y qué vas a hacer? Algo me dice que ese tono de voz esconde algo gracioso.

−Como los huevos. −Su carcajada no tardó en sonar mientras miraba el espejo retrovisor.
−Explícamelo, por favor.
−Como a los huevos cuando les quitas la cáscara, así voy a hacer contigo. De ahora en más me olvidaré de tu vida artística para ver al hombre que habita dentro. Así ya no te voy a ver inalcanzable, diferente o inmortal.
−Me parece una idea fantástica, de verdad. Nos vamos a llevar muy bien entonces.

−Eso espero. −Una fugaz pero intensa mirada y el resto del camino fue casi en silencio, escuchando música y disfrutando del despertar de la ciudad.                       









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