El viento comenzó sin previo aviso,
las hojas de los árboles se arremolinaron asustando a los perros de los vecinos
que ladraron a coro y el aire se electrificó. Ella se sobresaltó al escuchar
como las dos precarias ventanas se sacudían con insistencia y algo temerosa,
dejó sus tareas para girarse y mirar a su alrededor.
Como su hogar estaba compuesto
por una única habitación y un pequeño baño al que todavía le faltaban muchos
detalles, con una rápida ojeada comprobó que continuaba sola.
Volvió a la labor mientras la
tormenta se acercaba con rapidez desestabilizando un poco más su estado anímico
ya que aquella tarde, Yesabel se sentía especialmente rara, insegura y
angustiada. Respiró profundo, tomó otra vez la cuchilla y continuó preparando
la cena en el rincón donde, con unos cuantos ladrillos y una bolsa de cemento, había
construido con sus propias manos una pequeña mesada.
En las últimas horas se sorprendió
más de una vez observando desde algún rincón su presente. Con la mente atestada
de interrogantes y la mirada triste, se planteaba varias posibilidades para
mejorar su futuro, pero todo se truncaba en lo mismo. A Miguel no le va a gustar. Al mediodía y en soledad había hecho un
inventario de su vida y carencias para reconocer que no era ni por asomo, lo
que había anhelado de niña.
Su hogar formado por cuatro paredes cubiertas con un
ordinario revoque y su mobiliario compuesto por un rejunte de objetos
encontrados y regalados, fueron durante varios años el refugio al que se creyó
acostumbrada y resignada. Pero últimamente, la desazón volvía una y otra vez
para mostrarle el lado negativo a todo y exigirle a gritos algún cambio radical
y urgente.
Ese día Miguel si bien había llegado
cansado del trabajo, no le impidió ir con sus amigos a jugar al futbol para
terminar tomando varias cervezas. A ella no le agradaba, pero ya hacía años que
no le importaba lo que hacía su pareja con su tiempo libre. Llevaban casi ocho
años juntos y no era ninguna tonta, las cosas nunca anduvieron bien entre ellos
pero por comodidad y necesidad, se habían habituado a esa resignada convivencia.
Su preocupación diaria era cumplir
con los deberes de “esposa.” Se ocupaba de la limpieza, la ropa y trataba de
tener la cena lista casi al atardecer ya que, los horarios de Miguel lo
obligaban a salir de madrugada de la cama. Con la poca preparación educativa y
la casi nula ambición personal, los trabajos a los que aspiraba eran cada vez
más limitados, el último que encontró era para carga y descargar cajones de verduras
y frutas en el mayorista más grande de Argentina, el Mercado Central.
Para que
la frescura de la mercadería fuera expuesta a los innumerables comercios de
Buenos Aires, los camiones llegaban de las huertas prácticamente de noche,
motivo por el cual su despertador sonaba a las tres y media de la madrugada. A
la vuelta, después de unas largas jornadas de esfuerzo físico, se acostaba a dormir
la siesta y al atardecer, cuando disponían de unas horas para estar juntos, él siempre
encontraba excusas para irse.
Ese día fue uno más, por eso se
encontraba sola, pero sin motivo aparente Yesabel notó algo en el ambiente que la
inquietó. Le restó importancia recordando la mañana angustiosa que había pasado
cuando después de comprar entusiasmada el periódico, se encontró con la
frustración de no marcar ningún anuncio de empleo.
Hacia dos meses que se había
quedado sin trabajo y vivían solo con lo que Miguel ganaba que alcanzaba para
poco, por eso insistía por todos los medios, en conseguir algo para ayudar.
Cada vez que leía los anuncios se reprochaba lo poco que le había faltado para
terminar la secundaria, requisito indispensable para acudir a cualquier
entrevista laboral. Con eso justificaba su contante desgano y apatía hacia la
vida.
Volvió a la realidad cuando unos
golpes en la puerta resonaron. Miró el reloj y comprobó que ya era tarde,
Miguel a las nueve de la noche ya debería estar en casa. Habrá pasado algo pensó mientras abría y se encontraba con el
rostro familiar de su vecina que la saludaba con una nerviosa sonrisa. La hizo
pasar de inmediato, el invierno estaba terminando y sin la luz del sol, era
inquietante hablar con la puerta abierta.
−Hola Yesabel, tranquila que no pasó
nada, pero ¿tienes un momento para hablar?
–Claro, pasa y siéntate –contestó
cerrando la puerta a su espalda.
Luego de apagar la hornalla donde se
cocía el guiso Yesabel se sentó frente a
Susana que de inmediato comenzó con el relato. Esa tarde su hijo de once
años concurrió a un desafortunado partido de futbol y había terminado con una
rotura fibrilar en la pierna derecha impidiéndole cualquier movimiento. Estaba
pálida y nerviosa, si bien no era grave, su hijo no podía moverse de la cama.
Recién
habían llegado del hospital y se encontraba de camino a la casa de su hermana a
ver si le conseguía prestadas unas muletas, mientras tanto no podía dejarlo
solo durante el día. Para su sorpresa, el favor no era cuidar de Andrés como
imaginó, sino reemplazarla en el trabajo.
Según ella el empleo era muy bien
pago y no quería perderlo por nada en el mundo. Yesabel de inmediato se sintió tan
halagada de que pensara en ella que se olvidó por completo de su mal día.
−Perdona
que te ponga en este aprieto –se disculpó Susana frotándose las manos−, pero no
confío en nadie del barrio para que me reemplace. La casa donde trabajo es de
gente adinerada y ya sabes… es una tentación para cualquiera.
Con los ojos cargados de comprensión
y presa de un repentino enmudecimiento, el tiempo pareció detenido. De pronto
la ventana se abrió y una fuerte ráfaga de viento sacudió las cortinas, el
reloj marcó las 21:20 y sintiendo un cosquilleo raro en el pecho y la sospecha
de estar haciendo algo importante por ella, aceptó.
Miguel no estaba en casa,
Susana necesitaba una respuesta rápida y Yesabel ni se planteó esperarlo para
saber su opinión ante la oferta que el universo le había llevado hasta su casa.
−Total,
son sólo unos días.
−No te preocupes déjame la dirección
que mañana a primera hora estoy ahí.
−¿No tendrás problemas con tu marido? −Si
bien no eran grandes amigas, a veces las discusiones se escuchaban desde la acera y no hacía falta disimularlo.
−Nada que no pueda manejar…
−¿Cuento contigo entonces?
Aunque sabía que tendría reproches
ya que a Miguel no le gustaba que tomara decisiones sin consultarle, el
monosílabo salió solo y sin titubeos. El “sí” fue acompañado por un sonoro
trueno que de haber estado sola, la hubiera aterrorizado como de costumbre.
Espero que
no sea un mal augurio pensó despidiendo a Susana que corría para evitar las
primeras gotas de lluvia.
*******
Esa misma noche él se encontraba en
el sillón de su inmensa sala, acostado a lo largo, con auriculares en los oídos
y haciendo ejercicios de meditación y respiración. Acomodó los brazos por
encima de la cabeza y se sonrió al sentir la fuerza de la tormenta, nada le
gustaban más que esas impertinentes ráfagas, la luz de los relámpagos y el
estruendo de los truenos.
Dejó escapar un pesado suspiro y se
concentró en el plano mental de su vida. Entre los objetivos por cumplir se
visualizó en un futuro, acompañado entre risas y besos con una mujer que, sin
ponerle rostro, le hiciera sentir feliz y realizado. El amplio y musculoso
pecho subía y bajaba, la expresión era relajada y la distancia a la que su
mente lo llevaba, kilométrica.
Su vida estaba llena de logros, hacía
dos años que había comenzado con el hábito de la relajación, pasando por la visualización
de su futuro para terminar en un estudio profundo de su sub consiente. Desde
que su mente se disciplinó, nunca una meta se le había resistido, sin embargo
había una a la que lo llegaba, terminar con el constante vacío emocional que
experimentaba.
Esa semana lo había hablado con su grupo de amigos de reiky y le
habían aconsejado que aquietara la mente y se lo preguntara. Tal vez la clave
estaba en que él mismo pensaba en el fondo de su ser que no merecía amor
incondicional por una falta de perdón, o por algún juicio importante hacia su
persona o un duelo transgeneracional que bloqueaba los canales para que el
universo solucionara su inquietud.
El ceño se le frunció cuando forzó la
llegada de la respuesta, sus dedos fuertes y varoniles se cerraron entre los
cabellos castaños y la mandíbula se tensó ante la frustración. Por la fuerza no va a llegar pensó
volviendo a concentrarse únicamente en la respiración.
Los ojos quedaron fijos
en su interior, como si tuviera un punto brillante sobre la frente, inhaló
llenando el estómago para luego vaciarlo por completo y comenzó a seleccionar
pensamientos. Los que comenzaban con “tengo que ir” o “tengo que hacer” fueron
acallados. Luego te atiendo, les dijo
mientras los apartaba y comenzaba a repetir la lección del día, déjame aquietarme para escuchar lo
importante. Antes de que pudiera darse cuenta, entró en un sueño hondo y
reconfortante.
Entre la espesa niebla que lo rodeaba
vio sus manos estiradas, la quería tocar, necesitaba esa tibieza que lo hacía
sentir seguro, tranquilo e inmensamente feliz. Ella con lentitud se acercó y él
se sorprendió que al rozarle el antebrazo con las yemas de los dedos, no se
desvaneciera como cada oportunidad que la soñaba.
Sus ojos subieron hasta el
rostro, Ariadna estaba radiante, sonriente y dedicándole una mirada cargada de
amor y respeto. Sus dedos se entrelazaron, ella expandió el pecho demostrando un
largo suspiro y ladeó la cabeza, esparciendo su lacio pelo por el hombro.
Él no habló, solo la miró sintiendo
que su interior la negaba, “es un sueño”
le gritaba. “No me importa” y de una
manera protectora liberó las manos para abrazarla con todas sus fuerzas. Hundió
la nariz en el cabello y la olió, su aroma llegó hasta lo profundo del alma y
sin poder contenerse los ojos se llenaron de lágrimas.
Se acongojó y sus
hombros temblaron ante el sollozo. Ariadna de pronto se alejó y tomándole la
cara con las manos blancas y delicadas le habló.
−Por favor no llores más, ya pasó tu
tiempo de tristeza, todo está a punto de cambiar. Martín eres un hombre
maravilloso, exitoso y muy buena persona, pronto tendrás una misión importante
y la recompensa será todo el amor que te mereces.
−Ariadna…, no te vayas. −Martín susurró con una
desesperación incontenible, ella se desvanecía y él no podía hacer nada. Sabía
que al despertar volvería a estar solo y nada deseaba más que su compañía.
−Adna
te amo… −dijo recordando con dolor la manera cariñosa de llamarla.
−Y yo. Martín nuestro amor traspasa
las murallas del tiempo y el espacio pero tú necesitas un amor palpable,
verdadero y yo, quiero volver a sonreír.
Se miraron y resignados ante la
imposibilidad de estar juntos otra vez, se dieron un beso ahumado, transparente,
pero lleno de ternura. Las lágrimas rodaron por su áspera mejilla y
abruptamente se despertó.
Seguía solo, a la tormenta ya no la
escuchaba y su cara estaba mojada. Se levantó del sillón y en ese momento se
vio reflejado en el gran espejo del hall. Todavía llevaba puesto el pantalón
pinzado del traje y la camisa verde totalmente desabrochada, los zapatos
descasaban al lado de la puerta y su pelo, después de la intensa jornada de
trabajo, era un revoltijo de castañas ondas. Se alegró de estar solo, no sabía
si podría explicar sus sueños y la posterior angustia que les dejaban en el
pecho.
Fue hasta el toalete debajo de la imponente escalera de mármol que
rodeaba el salón y se lavó la cara. Dejando la toalla negra con sus iniciales
bordadas en blanco en su lugar, se detuvo en la tormenta. Ahora sí la oía. Unas
ráfagas de viento azotaban el jardín, sintió el ruido de las gotas golpeado sin
piedad contra los cristales y apoyó las manos a ambos lados de la ventana del
baño.
Descansó la frente en el vidrio frío y cerró los ojos. Ariadna te dejó el camino libre, ella tiene razón, ambos necesitan comenzar de
nuevo.
A las 21:20 cuando levantó los párpados,
un trueno hizo temblar la casa dejándole una rara sensación en el pecho. Algo está a punto de cambiar escuchó en
su cabeza. Se tapó los ojos con las manos y frotó su frente, una y otra vez. Será mejor que me acueste a leer los
informes de la compañía, sino, mañana no tendré material para la reunión de las
ocho en punto.
*******
Yesabel se despertó cansada. La
tensión con la que discutió la noche anterior con Miguel, la angustia que
liberó cuando él roncaba y el esfuerzo que necesitó para conciliar el sueño, la
habían agotado.
−“¿Cómo que mañana trabajas? ¿Y no
pudiste esperarme para tomar la decisión?”
Aunque se lo esperaba, qué mal le
había sentado su masculina indignación, qué ganas de largar todo y empezar sola
de nuevo, pero ¿Cómo? ¿Dónde? ¿A quién acudir? si eran esos momentos donde la
voz de su madre se hacía más clara y rotunda:
“Yo sabía que tarde o temprano esto
iba a pasar” “Estaba segura que solo aguantabas por apariencia” Gracias a
frases como esas ni se planteaba la idea de volver a vivir con ella,
continuando con una pareja desdichada y rutinaria.
Miguel esa noche se durmió a los pocos
minutos de haberse acostado, sin embargo ella había mirado el techo hasta bien
entrada la madrugada. A las tres y media de la mañana lo escuchó vestirse y
salir sin saludarla.
Dos horas más tarde se sentó en la
cama con el cuerpo pesado, estiró sus doloridos brazos y de pronto lo recordó. Despabilando
de golpe al recordar el nuevo empleo, eligió la ropa en su escaso vestuario. Algo cómodo pero arreglada pensó tomando los vaqueros gastados, la sudadera que le regalaron para su cumpleaños y las
únicas zapatillas deportivas que tenía.
En una mochila introdujo a toda prisa
una camiseta manchada para cambiarse, el celular, la billetera y unas galletas
para desayunar por el camino. Con decisión tomó el papel donde Susana había
escrito la dirección, lo guardó en el bolsillo y salió. Dios mío, ayúdame a que todo me salga bien murmuró cuando cerró la
puerta de su casa y cerró el grueso candado que ejercía de cerradura.
Luego de preguntarle a varias
personas y aburrida de dos largos viajes en autobús, bajó en un barrio
residencial y cerrado de la provincia de Buenos Aires. Se acercó hasta la
garita de seguridad, preguntó por la señora Violeta Lucea y cuando éste hizo
una corta llamada telefónica, la dejaron entrar. La urbanización era exquisita,
casas grandes, frondosos jardines y autos de lujo.
Miraba su alrededor para
distraerse ya que le temblaban las manos, estaba aturdida y nerviosa. No por
trabajar, sino por la responsabilidad que representaba cuidarle el puesto a una
vecina, le gustara o no, tendría que aguantar lo que sea para otra persona.
Con cada paso su mente se dispersó, al
pasar por cuidados jardines llenos de flores que empezaban a ser acariciadas
por los rayos del sol y una importante variedad de pinos, su olfato se inundó
de exquisitas fragancias. Como en su niñez, no pudo resistir el impulso de cerrar
los ojos y aspirar el perfume que desprendía la evaporación del rocío nocturno,
olor a tierra mojada se dijo en el
mismo instante que su celular sonó.
Escuchando el incesante timbre, se quitó
con torpeza la mochila y rebuscó entre los diferentes bolsillos. ¿Dónde lo habré puesto? Se preguntó
agobiada, si no atendía a tiempo, sea quien sea, no iba a poder devolverle la
llamada ya que no tenía saldo suficiente. Se agachó, depositó la mochila en el
suelo y en medio de la búsqueda, no se percató de como el papel con el número
de la casa, terminaba sumergido en un charco cercano de agua marrón.
Se maldijo
cuando lo vio, pero volvió su atención al aparato que continuaba sonando. Ya
llegaba algo tarde, ¡genial para el primer día! Y encima ahora tendría que
volver a preguntar por la casa de la señora Violeta.
Una vez que dio con el celular, éste
cesó. Enfadada lo sacó de todas formas y cerró la mochila. Lo tendría a mano por
si volvían a llamarla y comprobando que el papel era imposible de leer, se
levantó y volvió su cuerpo para dirigirse a la puerta de entrada. De pronto y
por puro impulso, se detuvo y lo pensó mejor. ¿Y si puedo descifrar el número de la casa? Por eso fue que dobló
la cintura, fijó la vista en el borroso papel y entornó los ojos.
*******
El despertador o bien no sonó o él no
lo escuchó, pero eran las ocho de la mañana cuando abrió los ojos. Martín se
sobresaltó y desde la cama llamó a su secretaria y ordenó que Alberto lo reemplazara en la reunión.
Había dormido mal, estaba con un dolor terrible en la espalda y de mal humor.
Se giró envolviendo su torso desnudo entre las suaves sábanas pero no logró
volver a dormir.
Respiró profundo mirando el techo, no podía seguir así, algún
día los sueños, la carga que llevaba en su espalda y la cantidad infinita de
recuerdos, tenían que cesar. Decidió tomarse la mañana, hacía más de dos años
que no lo hacía, que trabajaba como un vicioso tratando de escabullirse de la
realidad y que no se dedicaba tiempo.
Estiró los brazos con una mueca de
dolor, se levantó y entró a la ducha. Antes de desayunar hizo sus acostumbrados
ejercicios de relajación y como no tenía prisa, se quedó tumbado un rato en la
mullida alfombra. Extendió los brazos, relajó la espalda y le preguntó al universo,
qué le faltaba para olvidar a Ariadna y hallar la felicidad.
Luego de unos instantes de silencio, la
estampa le llegó como un rayo y se instaló frente a sus ojos. En la imagen se
vio él mismo de espalda, descalzo en un prado, bañado por el calor del sol y
con una sensación de dicha. Sonrió, aspiró fuerte y hasta le pareció llenar los
pulmones del olor que desprende la hierba húmeda cuando es pisada.
Cerró por
instinto los puños y aprisionó una mano delicada, suave y tierna en su palma.
Lo que su mente le enseñaba le resolvió el interrogante. Una mujer más bien
rellenita, con buenas curvas, de pelo castaño claro hasta la mitad de su
espalda y con una altura que solo le llegaba hasta el mentón, estaba a su lado.
Se sonrió, no era su tipo de mujer pero había algo en ella que lo hacía sentir
inmensamente bien. La bruma comenzó a disiparse y agudizando la vista intentó
verle el rostro. Sus ojos ávidos hicieron toda la fuerza que pudieron pero en
el instante que develaba el misterio el teléfono lo sobresaltó, sus pulsaciones
se dispararon y abriendo los párpados, la mujer se desvaneció. Algo frustrado sacudió
la cabeza y con agilidad se levantó del suelo.
−Sea
quien sea ya llegará.
La llamada era de la oficina, ya
empezaban a preguntarle cosas y como si fuera poco ese malestar en los músculos
comenzaba a fastidiarlo. Como el
teléfono no paraba de sonar y aunque no atendía el timbre no lo dejaba leer
tranquilo la sección financiera del periódico, decidió salir a correr.
Se puso
el conjunto deportivo comprado en el último viaje a Paris y sonrió al recordar
las palabras de su socio. Serás el único
hombre en toda la avenida de los Campos Elíseos, buscando ropa deportiva.
Bajó las escaleras, desayunó un jugo
de naranjas y salió al exterior. Comenzó a paso ligero ajustando los
auriculares en los oídos y guardando el iPhone en el bolsillo.
Admirando los espejos que la lluvia había
dejado en los jardines, su mente lo llevó hasta Ariadna, al sueño y a esas
palabras. Hacia muchos meses que no le hablaba, que no lograba tocarla, ni
verla con tanta nitidez. ¿Qué le habría querido decir…? ¿Algún día se olvidaría
para siempre de ella?
De pronto giró por una calle del
barrio residencial para dirigirse hacia la puerta principal del country. Correr
por afuera era buena manera de esquivar a los vecinos, no se consideraba un
ermitaño, pero si un hombre bastante reservado y por ende, un constante enigma
para los demás.
Cuando rodeó el árbol sorpresivamente
se topó con la persona que se encontraba agachada. Se la llevó por delante y su
cerebro actuó por reflejo tomándola entre sus brazos cuando perdió el
equilibrio al pisar el charco de agua.
En tres segundos se encontró en la hierba,
abrazando a una persona e intentando llevarse la peor parte del golpe en su
espalda mientras rodaban. Como si fuera poco, sea quien sea, lo insultaba y
forcejeaba tratándolo de ladrón, violador y delincuente.
Una bofetada tuvo que
esquivar y por mecanismo de defensa abrió sus brazos retirando la cabeza hacia
atrás para salvarse de unas uñas bien afiladas. La figura que no paraba de
moverse y rápidamente se alejó de él amenazando sus partes íntimas si intentaba
algo con ella.
−¡Ten mucho cuidado conmigo,
degenerado!
−¿¡Perdona!? ¿¡Degenerado!? –Logró
articular al comprobar que se trataba de una mujer arrodillada que intentaba
limpiarse las manchas de barro.
Esas dos palabras dichas con tanta
autoridad y educación, hicieron que Yesabel recapacitara y moderara la lengua.
Recordó que se encontraba en un country donde vivían personas adineradas y podía
ser que alguien se la llevara por delante por accidente, sin intenciones de
robo.
−¿Por qué no miras por dónde vas?
–intentó no gritar pero sí mantener un tono indignado−. Mira como he quedado.
¡Toda sucia!
−Perdón −volvió a hablarle con
brusquedad–, pero yo también me caí y estoy manchado.
Se incorporaron al mismo tiempo,
ella recogió la mochila, su viejo celular que había caído a poca distancia y enfadada
levantó la cabeza. Él estaba por agacharse para recuperar el iPhone que estaba
tirado muy cerca del agua, pero de pronto sus ojos se encontraron.
Quedó
estático, mirándola. Su cara no tenía nada del otro mundo, era más bien
redondeada, con una nariz pequeña, pómulos bien definidos, pero lo que más le
llamó la atención fueron sus ojos, la profundidad que albergaban. Por educación
bajó la vista y se humedeció los labios al mirar los de ella. Y se estremeció.
Yesabel quedó sin habla, él era, el
hombre más lindo que había visto es su vida, todo él desprendía fuerza, músculo
y sensualidad. Su rostro angular, la nariz recta, perfecta y acorde a la mandíbula
masculina que se complementaba a la perfección con ese pelo castaño con
reflejos chocolate que brillaban al sol, cuidadosamente desordenado.
Ella intentó ignorar lo más parecido
a un flechazo que sintió en el pecho, una punzada en la boca del estómago y el
leve temblor de rodillas. De inmediato y común acuerdo, sus miradas hablaron al
mismo tiempo y enmudecidos comenzaron a acortar la distancia. Ella sintió unas
descabellada ganas de estar otra vez entre esos brazos mientras él…, solo deseaba volver a tocarla.
El silencio flotó a su alrededor y la
naturaleza contuvo el aliento.
Él, acostumbrado a satisfacer sus
gustos, cerró los puños para no estrecharla otra vez y se mordió el labio
inferior para alejar las ganas de basarla que experimentó cuando volvió a
mirarle la boca, pero lo que no pudo dominar, fue a su pie que con vida propia
se acercaba a ella.
Dio un solo paso y se alegró de que ella no retrocediera y
decidió no pestañear ni hacer el menor movimiento con tal de no romper la
burbuja de expectación que los engullía.
Ella se aferró a sus pertenecías
evitando que las manos volvieran al imponente pecho y se enfadó con el festín
que el olfato se estaba dando con ese masculino y delirante perfume que su ropa
despedía, pero lo que no pudo dominar, fue el deleite que experimentó ante su
presencia. Se trataba de una extraña sensación de paz y protección.
El minuto fue eterno, sólo se
miraron y cuando Yesabel, inconscientemente volvió loco a Martin humedeciéndose
el labio inferior con la punta de la lengua, un bocinazo los despabiló. Ambos
pestañaron.
El conductor del coche gritó unas
palabras, él de manera automática levantó su brazo derecho y saludó sin interesarse
de quién se trataba. Ese gesto develó su lado más insolente y descarado. A ella
no se le escapó ese detalle, en realidad simpatizaba con hombres así, capaces
de romper reglas que la sociedad imponía con soltura y naturalidad.
Aprovechó ese momento de confusión
para recorrerlo con una disimulada mirada y se maravilló con lo grande que era,
con el entrenamiento importante que el cuerpo demostraba y con la energía
peligrosa e interesante que su personalidad despedía. Sus ojos de encontraron
otra vez y los de él parecían ¿divertidos?
−¿Me
habrá visto observándolo de arriba abajo? −pensó sintiendo un calor
sofocante en la cara.
Un lado de su boca apenas torcida y
una interrogativa ceja levantada, le confirmaron las sospechas. Ella se sonrojó
aún más si era posible y con vergüenza recordó dónde estaba y lo más
importante, el ¡porqué!
−Lo siento −dijo Martín−, no fue mi
intención caer encima de ti.
−No, está bien, no te preocupes… −habló
mirando el papel desintegrándose después de semejante pisada en el agua.
Se giró y para tranquilizar los
nervios que ese tono de voz había despertado, bajó la mirada hasta el móvil, lo
encendió y comenzó a caminar hacia la puerta principal.
Martín se agachó, levantó su iPhone y
la miró alejarse de espaldas. ¿Eso era
todo? Por un instante quedó en el sitio, sus largas piernas estaban duras y
desobedientes. Vació los pulmones cuando a su mente llegó la revelación, ella
le había despertado en un segundo una chispa que llevaba años pagada,
causándole lo más parecido a un fuerte golpe en la cabeza.
Se obligó a actuar y sintiendo dolor
en los agarrotados músculos, caminó detrás de ella metiendo las manos en los
bolsillos para no tomarla del brazo y hacerla girar. Aunque no estuviese
acostumbrado, tenía que controlar al bárbaro primitivo que llevaba adentro y que por lo general, era
irresistible para el sexo femenino.
La observó caminar, si bien su cuerpo
no era perfecto para los dictados de la moda ya que le sobrarían unos pocos
kilos y la estatura era más bien baja, su actitud y movimientos desenvueltos le decían que sería
toda una delicia conocerla mejor.
Su balanceo lo cautivó y entornando los ojos tuvo
que admitir que había algo que la rodeaba, un aura que la acompañaba que la
hacía especial y encantadora.
Mordió con decisión la mitad de su
labio inferior y sin pensar en qué le iba a decir, en pocas zancadas caminaban
a la par. Ella apartó con disimulo el cabello del hombro y le echó una corta
mirada. Tomó aire, el enojo había desaparecido pero para darle paso al
nerviosismo y al temblor que despertaba su presencia.
Al límite, temió por su coherencia si él le hablaba otra vez con esa voz..., con
esa corriente eléctrica que descargaba en el aire.
“Por
favor que no me hable” rogó para sus adentros.
“Por
favor que me mire” fue la plegaria de Martín. “Quiero ver esos ojos color miel otra vez”
A él le dio un vuelco al
corazón cuando las miradas se encontraron otra vez. Contuvo el aliento y sin
creerse lo torpe y embotada que estaba su mente, carraspeó la garganta para
ganar tiempo.
−¿Me estas siguiendo? −logró
articular ella con el golpeteo del corazón en el oído.
−No lo sé… −salió de sus labios,
enfadándose consigo mismo. Ella abrió más los párpados, agudizó la mirada y
frunció el ceño.
−¿Te crees muy gracioso, no? –Él,
lejos de sentirse herido se sonrió, por lo general las mujeres no le hablaban
así. Si sospechaba que ella era especial, con esa simple pregunta lo comprobó.
−No te enojes, estoy tratando de
disculparme, no te vi. Cuando me di cuenta lo que pasaba, ya estábamos en el
piso.
Yesabel lo examinó, buscó en sus ojos
alguna burla y al cabo de unos momentos de no encontrarla, aceptó que le estaba
diciendo la verdad.
Al mismo tiempo y sin que Yesabel
moviera un solo músculo, se dio cuenta que le creyó. Entonces Martín recuperando
un pequeño porcentaje de su habitual seguridad en sí mismo, levantó una ceja y
ladeó la cabeza.
−¿Empezamos de nuevo?
Ella se preguntó si sería capaz de
negarle algo a semejante seductor, pestañeó y gracias a la simpática danza que
llevaban sus ondas castañas, se percató de que el mundo continuaba girando.
Había olvidado el aire que respiraba, el sol que brillaba y el pintoresco verde
que los rodeaba.
Confundida hasta la médula volvió a disfrutar del hormigueo
que su compañía le producía y que la hacía sentir viva y contenta, como hacía
años que no le pasaba.
A Martin el suspenso le hizo
contener la respiración, pero solo hasta que ella ladeó la cabeza y le sonrió.
−¿Por qué no…?
En ese momento él quedó en un estado
de debilidad pura, se le dulcificó la mirada, le sonrió como si se le hubiera
concedido el más ansiado de los deseos y con una amplia sonrisa le dio las
gracias en silencio.
−Martín. −Dijo a modo de presentación
extendiendo la mano.
Ella titubeó un poco, miró los dedos
largos y varoniles que le ofrecía, mordió su labio inferior y respirando
profundo como si esa acción fuera decisiva en su vida, se presentó.
−Yesabel.
−Dilo otra vez.
Ella lo miró con un delicioso enojo,
pero para sorpresa de ambos, lo hizo.
El mundo pareció detenido, el entorno
estaba mudo y una energía invisible los rodeó. Sus dedos se encontraron, el
contacto fue exquisito, intenso y vibrante. La palma de la mano de Martín era
suave y amplia, cerró apenas los dedos y ella se sintió acariciada, invadida y
estremecida.
A él los vellos del brazo se le erizaron y aunque poseía una vasta
experiencia dominando sus emociones, no pudo contener las ganas de acariciarla,
aunque sea levemente. Con el pulgar dibujó invisibles círculos en los nudillos y se sonrió para sus adentros, su piel era maravillosa, suave,
adictiva.
−Lo
sabía. −Pensó.
−Yesabel −repitió extasiado–, qué
nombre más lindo…
A ella esas palabras le rozaron el
corazón y le desordenaron el razonamiento.
−Raro.
−¿Cómo? −Preguntó Martín girando la mano. Al parecer su mente también estaba espesa.
−Que es raro −contestó abriendo
grande los ojos cuando él se llevó su mano hasta los labios−, mi nombre… −trató
de hilar mientras sentía su beso tibio, comunicativo y sensual en la piel− más
que lindo, creo que es raro.
−Dios,
ayúdame, este hombre me está derritiendo.
Martin se demoró todo lo que pudo al
besarle los nudillos, el escalofrío que peregrinó por su columna vertebral fue
acompañado por un desfile de imágenes sensuales y desubicadas.
No era habitual
que semejantes sensaciones lo invadieran así, pero allí estaba, a plena luz del
día tratando de prolongar un simple beso en la mano de una desconocida,
reorganizando su trabado vocabulario y contrariado con sus febriles instintos.
Lo inevitable llegó y perdieron
contacto.
Él soltó su mano, la miró y la
desestabilizó con una media sonrisa de lo más mundana.
−No
vuelvas a hacer eso. −Fue la orden silenciosa de Yesabel.
−No
me pude resistir. −La excusa que Martín pensó al profundizar en su mirada.
−Te puedo asegurar que a mí me
encantó escuchártelo, Yesabel.
Pareció una eternidad hasta que se
dieron cuenta que ninguno hablaba.
El hechizo con suavidad se desvaneció
y Martín se enfadó con él mismo. Hacía mucho tiempo que no actuaba como un
adolescente, que nadie lo atontaba de esa manera y los últimos minutos vividos
comenzaron a preocuparlo.
Yesabel estaba
emocionada con su atención, él era todo lo que podía pedir cualquier mujer, no
solo por el rostro tan atractivo o su cuerpo que parecía moldeado al detalle, sino
por esa expresión.
Algo en la mirada le decía que había dolor, necesidad de
refugio, soledad, pero a la vez mundo vivido, experiencia y mucha picardía. Se
renegó y evaluando su persona, llegó a la conclusión que ningún hombre con su
aspecto y posición económica estaría solo. Era imposible.
Martin, asustado por la cercanía que
sentía, decidió dejarse de sensibilidades y cerrar otra vez las compuertas. Se refugió en su exigente voz interior que le gritaba que
siguiera corriendo, que el ejercicio lo despejaría y que debía ir a la oficina
como todos los días.
Se cubrió con la habitual máscara de indiferencia por la
vida que lo hacía sentir seguro y regresó a su camino. Pestañeó, frunció el
ceño y con el tono más brusco de lo que hubiese querido, le habló.
−Me tengo que ir. Fue un gusto
Yesabel.
−Igualmente. −Saludó con un poco
contrariada.
Se colocó los auriculares y empezó a
correr en dirección contraria a la puerta principal. En dos segundos ya había
cambiado de opinión, volver a casa, cambiarse de ropa y enfrentar un día lleno
de responsabilidades era lo que tenía que hacer. ¿Dónde estaría mejor que en su
mundo empresarial?
Ella se deleitó con la vista por
unos momentos, su cuerpo trotando era un delicioso conjunto de fuerza, músculos
y sensuales vibraciones. Lo que acaba de sentir nunca le había pasado, ni en la
adolescencia y si no fuera por su molesta voz interior, hubiera disfrutado de
él hasta que lo perdiera de vista pero, tenía cosas importantes que hacer.
−No
te hagas ilusiones, vuelve a preguntar al de seguridad a qué casa tienes que ir
a limpiar y olvídalo.
*******
Llegó casi media hora tarde, estaba avergonzada,
confundida y nerviosa, todo al mismo tiempo, pero cuando se encontró con
Violeta, quedó sorprendida por la calidez que despedía la dueña de semejante
casa.
Era una mujer delgada, de estatura más bien baja, de pelo castaño oscuro,
lacio que le llegaba hasta la mitad de la espalda. Su cara era armoniosa, de
labios finos, nariz respingada y ojos almendrados color café. Le llamó la
atención la cercanía del trato y la amplia sonrisa con la que la recibió, eso
la hizo sentir aliviada y cómoda al instante.
En pocos momentos estaba recorriendo
la casa que era una mezcla de sencillez y ostentación. Tenía dos plantas, un
ático, garaje, piscina y un frondoso jardín. Estaba decorado con una exquisita
fusión entre lo moderno y algunas piezas antiguas, cuadros de muy buen gusto
colgaban en los rincones más utilizados que combinados con una espectacular
iluminación natural, les realzaba notoriamente su belleza.
No le sorprendió que le creyera todo
lo que le había contado, ya que las marcas de barro en su ropa eran más que
evidentes pero sí, que no quisiera saber todos los detalles del incidente. Eso demostraba que Violeta no era curiosa, que se interesaba sólo por
lo que le quisieran contar y que como su vida ya era bastante activa, no
conocía a las veintiocho familias que habitaban en el country.
Una vez que le mostró la casa y le
dijo que su horario terminaba a las cinco de la tarde, Yesabel quedó muy
contenta, ganaría un importante dinero extra limpiando sobre lo limpio. Sin más
habitantes que Violeta, no le requeriría mucho esfuerzo encargarse del salón,
los cinco dormitorios, los cuatro baños, planchar y cocinar la cena.
Violeta se fue a enfrentar el lago
día en su empresa de ropa femenina y ella quedó limpiando e intentando despejar
su mente que de una manera rebelde, volvía una y otra vez a lo mismo. Martín.
¿Quién sería? ¿Viviría lejos de ahí? ¿Estaría casado? Y miles de preguntas
similares. Se llamó la atención, ella sí estaba en pareja y aunque no era feliz
con Miguel, le debía respeto y fidelidad como decía el párroco en la iglesia
los domingos.
*******
Martín volvió a su casa corriendo,
las imágenes se agolpaban sin consentimiento enojándolo cada vez más. Por qué
le había afectado tanto esa desconocida, si no se asemejaba a las mujeres con
las que se relacionaba.
Por la vestimenta supuso que se trataba de alguien con
carencias económicas y por su indignación, que sería una esposa fiel y
enamorada. No podía ser de otra manera,
con esa mirada seguro que estaría felizmente casada. Sacudió la cabeza y
reemplazó la femenina imagen por la apretada agenda que lo aguardaba.
Se aseó y enfundándose en uno de los
trajes de Dolcce Gabana gris clarito combinado con una camisa azul intenso y
sin corbata, bajó hasta la cocina. Hizo un par de llamadas a la oficina y después
de dejarle el menú de la cena a Ricardo, el hombre cincuentón que llevaba más
de cinco años encargándose de los quehaceres de la casa, se marchó.
Serían más de las once de la mañana
cuando abrió la puerta automática del garaje y se subía su Toyota deportivo
gris acerado. El olor al cuero de los asientos le hizo sonreír, hacia unos
pocos años se iba a trabajar en autobús o a lo sumo, en taxi y ahora, gracias a
una fuerte capacitación en los negocios y a la desmedida dedicación a su
profesión para superar lo de Ariadna, amasaba una pequeña, pero creciente
fortuna.
Su cuerpo actuó por reflejo y no tomó
el camino de siempre, giró para el lado contrario a la salida y a un ritmo
lento recorrió el perímetro del country. Pasó por la extensa laguna, el embarcadero
donde flotaban dos solitarios botes, disfrutó de los pájaros volando de árbol
en árbol, del olor a tierra húmeda suspendido luego de la lluvia nocturna,
siguió por las pistas de pádel, las canchas de tenis y se deleitó con los
jardines coloridos de la mayoría de los chalets.
Suspiró, no se cruzó con la cara que
esperaba, lo habían saludado algunos vecinos pero no sintió ni una pizca de lo
que había experimentado con Yesabel. Sonreía al repetir en silencio su nombre,
algo tenía esa mujer que lo había dejado deseoso de su compañía.
Sonó el celular, vio que era de la
oficina y volviendo a la realidad, aceleró sin contestar. Condujo entre el
abundante tráfico hasta el piso veintitrés de una de las torres próximas al
exclusivo rincón de Buenos Aires, Puerto Madero.
Subió por el ascensor cargado
de ejecutivos y saludando a su numeroso personal, se refugió en la amplia
oficina que tenía unas vistas exquisitas y todo el ajetreo empresarial a su
alrededor.
La mañana fue un poco agotadora,
gracias a su mente dispersa no terminaba de concentrarse en nada. El personal
lo había observado como a un inusual gerente, ya que en la reunión del mediodía
lo habían pescado jugando con un bolígrafo, perdido entre los temas a tratar o
sonriendo sin motivo. El broche de oro lo había puesto su legendario apetito,
al no hacer acto de presencia ni para tomarse un café.
A las tres de la tarde estaba en un
elegante restaurante terminando un almuerzo de empresa, el café se le había
enfriado y el negocio no avanzaba como esperaba. Se sorprendió que a esa hora
tan temprana de la tarde ya estuviera mentalmente agotado, pero así era.
Se
incorporó, la corbata que se había puesto en la oficina para la ocasión, estaba
más ajustada de lo que soportaba y disculpándose en inglés, ya que sus
negociadores eran de Houston, se levantó de la mesa.
Con pasos cansados entró al baño que
para su alivio estaba vacío y dejando escapar un soplido levantó el mentón, se aflojó el nudo y
desabrochó el primer botón de la camisa. El saco lo colgó de un perchero y se lavó
la cara con agua bien fría, no entendía por dónde venía tanto mal humor, tanta
desconcentración y esas ganas repentina de estar en su casa. Hacía muchos años
que no experimentaba algo así, de normal la soledad de su hogar lo invitaba a
permanecer lo menos posible. Pero esa tarde era diferente.
Disfrutando de la agradable frescura,
tomó papel para secarse las gotas que descendían por la áspera mejilla antes de
que llegaran al cuello. En el reflejo del espejo fijó la mirada en sus ojos
azules grisáceos y quedó pensativo. ¿Qué
me pasa? ¿Qué tiene este día de
diferente a los demás? Tengo que
concentrarme en el trabajo, no es tan difícil. ¿O sí?
Cerró los ojos, estrujó la bola de
papel mojado en su puño y trató de hacer unas familiares respiraciones de yoga
para aflojarse. Seguro que se me pasa.
*******
Yesabel estaba haciendo muy bien el
trabajo, sin embargo su humor era sombrío. No había roto nada, la casa era
soñada, el perfume que flotaba relajante y las vistas increíbles, pero, por alguna
razón se sentía mal, vacía e incómoda.
No estaba segura si era envidia, la
diferencia con su mundo o el recuerdo de esa mirada azulada que la perseguía
desde la mañana, pero lo cierto es que no estaba bien. Su almuerzo había sido
más automático que otra cosa, Violeta la había llamado para saber que tal iba y
le insistió en que comiera cualquier cosa que quisiera. Un sándwich y un vaso
de coca cola le habían parecido bien para su estómago casi cerrado.
De pronto terminó la última habitación
de huéspedes, recorrió el mobiliario con la mirada, se sentó en la cama y
suspiró, ¿cómo podía ser que el dinero
esté tan mal repartido? Fueron los primero pensamientos ya que desde la
cuna mantenía la creencia que jamás obtendría algo parecido, que su
situación económica estaba condenada a las privaciones y a conformarse con lo
que a otros les sobraba.
Con un poco de impotencia se imaginó las cosas que
podría cambiar en su vida, si tuviera un poco de lo que Violeta poseía.
Se le hizo un nudo en la garganta, resopló y antes de dejarse llevar por la angustia y romper a llorar como una tonta, como solía decirle Miguel, se levantó y caminó hasta la ventana. Miró el cielo buscando consuelo divino, se encandiló con el sol reflejado en charcos que el aguacero de la noche anterior había dejado y apoyó la frente en el frío vidrio.
Se le hizo un nudo en la garganta, resopló y antes de dejarse llevar por la angustia y romper a llorar como una tonta, como solía decirle Miguel, se levantó y caminó hasta la ventana. Miró el cielo buscando consuelo divino, se encandiló con el sol reflejado en charcos que el aguacero de la noche anterior había dejado y apoyó la frente en el frío vidrio.
Su respiración hizo un círculo de vapor en el cristal y dejándose arrastrar por
el denso silencio, cerró los ojos.
*******
La espesura de la noche la rodeó. No
reconoció en qué lugar se encontraba, pero estaba segura de que era a la
intemperie y la temperatura de la brisa, le informó que se trataba de una
estrellada noche de verano.
El rugoso tronco del árbol se le
marcaba en la espalda, atravesaba la fina tela de su vestido blanco y le daba
una sensación rara y confortable. Sonreía, estaba descalza, arrugando los dedos
de los pies en el césped húmedo por el rocío y sintiéndose libre y feliz.
Apoyó la cabeza en el árbol y
suspiró. La sensación era muy agradable, deliciosa y por alguna misteriosa
razón, estimulante. Se pasó las manos por el pelo, tocó la madera del tronco y
miró para ambos lados. De pronto se quedó sin aliento, él como un cazador
acechando a su indefensa presa, emergió de la oscuridad.
Martín estaba en frente de ella,
llevaba un pantalón de traje gris claro y una camisa azul profundo. El primer
botón lo llevaba desabrochado y el nudo de la corbata, tan desobediente como su
espíritu, colgaba torcido hacia la derecha.
−Qué
imagen más hermosa −pensó ella
nerviosa. Aunque su cuerpo esta vez
estaba cubierto por un caro vestuario, seguía despidiendo fuerza,
seguridad y protección. Llegó a su lado y se miraron, ella se fundió en las
pupilas y no resistió la tentación de tocarle la sombra de barba que cubría con
timidez, su mandíbula firme y bien formada. Él le tomó la mano, cerró los ojos
y le besó la palma.
Ese simple gesto la estremeció, la
emocionó hasta sentir un nudo en la garganta y deseó más, mucho más. Nunca había
sentido tanto amor y no recordaba si alguna vez, la hicieron temblar con un beso
tan inocente.
Martín se tomó todo el tiempo del
mundo para guiarle la mano hasta el pecho, Yesabel comprobó a través de la fina seda de
la camisa, que era firme, bien formado y tentador. Él sonrió con presumida
seguridad por un segundo y ella comprendió que le leía sin problemas la mente. Con los labios ligeramente curvados hizo descansar ambas manos
en su corazón y las presionó.
Los latidos eran rápidos, muy fuertes,
acompasados y musicales. Ella cerró los ojos y comprobó que sus propias
pulsaciones iban al mismo ritmo, entendiéndose con complicidad.
Estaban agitados, unidos a pesar de
la pequeña distancia que los separaba y envueltos en un calor decidido e
implacable.
A sus oídos le llegó el mudo susurro,
Martín repetía su nombre. El instinto femenino le dijo que esos tensos músculos
controlaban, a duras penas, unas descaradas ganas de abrazarla. En la oscuridad
de sus ojos sonrió al percibir la lucha interior que él mantenía y para mayor asombro se regocijó con esa situación.
Le recorrió el rostro y mágicamente
comprendió que se contenía para darle
tiempo a ella, no quería desplegar todas sus ansias y asustarla pero, ¿era necesario?
¡No! Se contestó, y sin pensarlo tomó
las riendas de la situación, entreabrió los labios y levantó más el mentón en
una clara y atrevida invitación.
El aliento de Martin entró en su
bocanada de aire mezclada con exquisito perfume y la maravilló. −Quiero sentir tu beso −pensó con
desesperación−, Martín, no me hagas
esperar más.
El varonil torso se infló, sus
hombros se irguieron y suspirando con un ronquido poco civilizado, se acercó.
Sus labios se rozaron, el calor los sofocó y una corriente eléctrica los
estremeció.
A Yesabel le hormiguearon las manos deseando
poder palpar esos maravillosos hombros, rodearlo por el cuello y terminar en
los mechones rebeldes que rozaban su nuca. Su más ferviente deseo era pagarse
completamente a él, sentirlo a lo largo del cuerpo y acabar con esa deliciosa
tortura, pero, cuando estaba poniéndose de puntillas para saquear su boca, lo
escuchó.
El sonar del teléfono la sobresaltó y
como si la ventana le quemara separó la frente del cristal. Abrió los ojos de
par en par y conmocionada por la intensidad del momento, trató de volver a la
realidad.
*******
−¿Qué te pasa? ¿Estás bien?
Gonzalo, socio y mejor amigo de Martín estaba en el
baño mirándolo con asombro.
−Sí…, que, ¿qué haces aquí…? –Apenas podía hablar.
−He
venido a buscarte, tienen el avión listo para despegar y tenemos que cerrar
esto hoy. ¿De verdad estás bien? Me preocupas…
−Sí,
ve con ellos, dame un minuto que ahora voy a la mesa.
Gonzalo asintió sin dejar de mirarlo como si le
hubiera crecido otra cabeza. La puerta se cerró y en la soledad del baño volvió
a mirarse al espejo. Sus mejillas estaban rojas y el corazón todavía no se
había normalizado. Clavó sus ojos en él, se tocó los labios y suspiró.
−Yesabel
casi te beso. ¡Qué poco nos faltó!
Sonrió, cerró el botón de la camisa azul profunda,
apretó el nudo de la corbata y se concentró en cerrar el suculento contrato.
−Ella siente lo mismo y ya la encontraré otra
vez −se afirmó mientras alisaba unas pocas arrugas del pantalón gris claro.
Salió
del baño y el que se sentó no fue Martín, sino el empresario implacable de
siempre, al que ningún objetivo que tuviera en la mira se le escapaba y el que
poseía un encanto natural y peligroso.
Menos de media hora más tarde y cuando el tema estuvo
zanjado, se tentó con felicitarse a sí mismo.
−¿No
podrías haber rematado esto antes? –Le preguntó Gonzalo saludando a los
inversores que iban en el coche de la empresa rumbo al aeropuerto.
−Cada cosa a su tiempo.
−Eres
jodidamente eficaz.
−Lo sé –contestó Martín palmeándole el hombro.
−Te odio.
−También lo sé. –Y riendo caminó hasta su coche.