Entrada 1



                                                              
 

Cuando el destino es caprichoso.


            El viento comenzó sin previo aviso, las hojas de los árboles se arremolinaron asustando a los perros de los vecinos que ladraron a coro y el aire se electrificó. Ella se sobresaltó al escuchar como las dos precarias ventanas se sacudían con insistencia y algo temerosa, dejó sus tareas para girarse y mirar a su alrededor.

Como su hogar estaba compuesto por una única habitación y un pequeño baño al que todavía le faltaban muchos detalles, con una rápida ojeada comprobó que continuaba sola.  
           
               Volvió a la labor mientras la tormenta se acercaba con rapidez desestabilizando un poco más su estado anímico ya que aquella tarde, Yesabel se sentía especialmente rara, insegura y angustiada. Respiró profundo, tomó otra vez la cuchilla y continuó preparando la cena en el rincón donde, con unos cuantos ladrillos y una bolsa de cemento, había construido con sus propias manos una pequeña mesada.

            En las últimas horas se sorprendió más de una vez observando desde algún rincón su presente. Con la mente atestada de interrogantes y la mirada triste, se planteaba varias posibilidades para mejorar su futuro, pero todo se truncaba en lo mismo. A Miguel no le va a gustar. Al mediodía y en soledad había hecho un inventario de su vida y carencias para reconocer que no era ni por asomo, lo que había anhelado de niña. 

Su hogar formado por cuatro paredes cubiertas con un ordinario revoque y su mobiliario compuesto por un rejunte de objetos encontrados y regalados, fueron durante varios años el refugio al que se creyó acostumbrada y resignada. Pero últimamente, la desazón volvía una y otra vez para mostrarle el lado negativo a todo y exigirle a gritos algún cambio radical y urgente.

            Ese día Miguel si bien había llegado cansado del trabajo, no le impidió ir con sus amigos a jugar al futbol para terminar tomando varias cervezas. A ella no le agradaba, pero ya hacía años que no le importaba lo que hacía su pareja con su tiempo libre. Llevaban casi ocho años juntos y no era ninguna tonta, las cosas nunca anduvieron bien entre ellos pero por comodidad y necesidad, se habían habituado a esa resignada convivencia.  

            Su preocupación diaria era cumplir con los deberes de “esposa.” Se ocupaba de la limpieza, la ropa y trataba de tener la cena lista casi al atardecer ya que, los horarios de Miguel lo obligaban a salir de madrugada de la cama. Con la poca preparación educativa y la casi nula ambición personal, los trabajos a los que aspiraba eran cada vez más limitados, el último que encontró era para carga y descargar cajones de verduras y frutas en el mayorista más grande de Argentina, el Mercado Central. 

Para que la frescura de la mercadería fuera expuesta a los innumerables comercios de Buenos Aires, los camiones llegaban de las huertas prácticamente de noche, motivo por el cual su despertador sonaba a las tres y media de la madrugada. A la vuelta, después de unas largas jornadas de esfuerzo físico, se acostaba a dormir la siesta y al atardecer, cuando disponían de unas horas para estar juntos, él siempre encontraba excusas para irse.

            Ese día fue uno más, por eso se encontraba sola, pero sin motivo aparente Yesabel notó algo en el ambiente que la inquietó. Le restó importancia recordando la mañana angustiosa que había pasado cuando después de comprar entusiasmada el periódico, se encontró con la frustración de no marcar ningún anuncio de empleo. 

Hacia dos meses que se había quedado sin trabajo y vivían solo con lo que Miguel ganaba que alcanzaba para poco, por eso insistía por todos los medios, en conseguir algo para ayudar. Cada vez que leía los anuncios se reprochaba lo poco que le había faltado para terminar la secundaria, requisito indispensable para acudir a cualquier entrevista laboral. Con eso justificaba su contante desgano y apatía hacia la vida.

Volvió a la realidad cuando unos golpes en la puerta resonaron. Miró el reloj y comprobó que ya era tarde, Miguel a las nueve de la noche ya debería estar en casa. Habrá pasado algo pensó mientras abría y se encontraba con el rostro familiar de su vecina que la saludaba con una nerviosa sonrisa. La hizo pasar de inmediato, el invierno estaba terminando y sin la luz del sol, era inquietante hablar con la puerta abierta.

−Hola Yesabel, tranquila que no pasó nada, pero ¿tienes un momento para hablar?
–Claro, pasa y siéntate –contestó cerrando la puerta a su espalda.

            Luego de apagar la hornalla donde se cocía el guiso Yesabel se sentó frente a  Susana que de inmediato comenzó con el relato. Esa tarde su hijo de once años concurrió a un desafortunado partido de futbol y había terminado con una rotura fibrilar en la pierna derecha impidiéndole cualquier movimiento. Estaba pálida y nerviosa, si bien no era grave, su hijo no podía moverse de la cama. 

Recién habían llegado del hospital y se encontraba de camino a la casa de su hermana a ver si le conseguía prestadas unas muletas, mientras tanto no podía dejarlo solo durante el día. Para su sorpresa, el favor no era cuidar de Andrés como imaginó, sino reemplazarla en el trabajo. 

Según ella el empleo era muy bien pago y no quería perderlo por nada en el mundo. Yesabel de inmediato se sintió tan halagada de que pensara en ella que se olvidó por completo de su mal día.

            −Perdona que te ponga en este aprieto –se disculpó Susana frotándose las manos−, pero no confío en nadie del barrio para que me reemplace. La casa donde trabajo es de gente adinerada y ya sabes… es una tentación para cualquiera.  

            Con los ojos cargados de comprensión y presa de un repentino enmudecimiento, el tiempo pareció detenido. De pronto la ventana se abrió y una fuerte ráfaga de viento sacudió las cortinas, el reloj marcó las 21:20 y sintiendo un cosquilleo raro en el pecho y la sospecha de estar haciendo algo importante por ella, aceptó. 

Miguel no estaba en casa, Susana necesitaba una respuesta rápida y Yesabel ni se planteó esperarlo para saber su opinión ante la oferta que el universo le había llevado hasta su casa.

            −Total, son sólo unos días.
      −No te preocupes déjame la dirección que mañana a primera hora estoy ahí.
       −¿No tendrás problemas con tu marido? −Si bien no eran grandes amigas, a veces las discusiones se escuchaban desde la acera y no hacía falta disimularlo.

            −Nada que no pueda manejar…
            −¿Cuento contigo entonces?

Aunque sabía que tendría reproches ya que a Miguel no le gustaba que tomara decisiones sin consultarle, el monosílabo salió solo y sin titubeos. El “sí” fue acompañado por un sonoro trueno que de haber estado sola, la hubiera aterrorizado como de costumbre.  

Espero que no sea un mal augurio pensó despidiendo a Susana que corría para evitar las primeras gotas de lluvia.

*******


Esa misma noche él se encontraba en el sillón de su inmensa sala, acostado a lo largo, con auriculares en los oídos y haciendo ejercicios de meditación y respiración. Acomodó los brazos por encima de la cabeza y se sonrió al sentir la fuerza de la tormenta, nada le gustaban más que esas impertinentes ráfagas, la luz de los relámpagos y el estruendo de los truenos.

            Dejó escapar un pesado suspiro y se concentró en el plano mental de su vida. Entre los objetivos por cumplir se visualizó en un futuro, acompañado entre risas y besos con una mujer que, sin ponerle rostro, le hiciera sentir feliz y realizado. El amplio y musculoso pecho subía y bajaba, la expresión era relajada y la distancia a la que su mente lo llevaba, kilométrica.

            Su vida estaba llena de logros, hacía dos años que había comenzado con el hábito de la relajación, pasando por la visualización de su futuro para terminar en un estudio profundo de su sub consiente. Desde que su mente se disciplinó, nunca una meta se le había resistido, sin embargo había una a la que lo llegaba, terminar con el constante vacío emocional que experimentaba. 

Esa semana lo había hablado con su grupo de amigos de reiky y le habían aconsejado que aquietara la mente y se lo preguntara. Tal vez la clave estaba en que él mismo pensaba en el fondo de su ser que no merecía amor incondicional por una falta de perdón, o por algún juicio importante hacia su persona o un duelo transgeneracional que bloqueaba los canales para que el universo solucionara su inquietud. 

            El ceño se le frunció cuando forzó la llegada de la respuesta, sus dedos fuertes y varoniles se cerraron entre los cabellos castaños y la mandíbula se tensó ante la frustración. Por la fuerza no va a llegar pensó volviendo a concentrarse únicamente en la respiración. 

Los ojos quedaron fijos en su interior, como si tuviera un punto brillante sobre la frente, inhaló llenando el estómago para luego vaciarlo por completo y comenzó a seleccionar pensamientos. Los que comenzaban con “tengo que ir” o “tengo que hacer” fueron acallados. Luego te atiendo, les dijo mientras los apartaba y comenzaba a repetir la lección del día, déjame aquietarme para escuchar lo importante. Antes de que pudiera darse cuenta, entró en un sueño hondo y reconfortante.

            Entre la espesa niebla que lo rodeaba vio sus manos estiradas, la quería tocar, necesitaba esa tibieza que lo hacía sentir seguro, tranquilo e inmensamente feliz. Ella con lentitud se acercó y él se sorprendió que al rozarle el antebrazo con las yemas de los dedos, no se desvaneciera como cada oportunidad que la soñaba. 

Sus ojos subieron hasta el rostro, Ariadna estaba radiante, sonriente y dedicándole una mirada cargada de amor y respeto. Sus dedos se entrelazaron, ella expandió el pecho demostrando un largo suspiro y ladeó la cabeza, esparciendo su lacio pelo por el hombro.

            Él no habló, solo la miró sintiendo que su interior la negaba, “es un sueño” le gritaba. “No me importa” y de una manera protectora liberó las manos para abrazarla con todas sus fuerzas. Hundió la nariz en el cabello y la olió, su aroma llegó hasta lo profundo del alma y sin poder contenerse los ojos se llenaron de lágrimas. 

Se acongojó y sus hombros temblaron ante el sollozo. Ariadna de pronto se alejó y tomándole la cara con las manos blancas y delicadas le habló.

            −Por favor no llores más, ya pasó tu tiempo de tristeza, todo está a punto de cambiar. Martín eres un hombre maravilloso, exitoso y muy buena persona, pronto tendrás una misión importante y la recompensa será todo el amor que te mereces.

            −Ariadna…, no te vayas. −Martín susurró con una desesperación incontenible, ella se desvanecía y él no podía hacer nada. Sabía que al despertar volvería a estar solo y nada deseaba más que su compañía. 

            −Adna te amo… −dijo recordando con dolor la manera cariñosa de llamarla.
            −Y yo. Martín nuestro amor traspasa las murallas del tiempo y el espacio pero tú necesitas un amor palpable, verdadero y yo, quiero volver a sonreír.

            Se miraron y resignados ante la imposibilidad de estar juntos otra vez, se dieron un beso ahumado, transparente, pero lleno de ternura. Las lágrimas rodaron por su áspera mejilla y abruptamente se despertó.

            Seguía solo, a la tormenta ya no la escuchaba y su cara estaba mojada. Se levantó del sillón y en ese momento se vio reflejado en el gran espejo del hall. Todavía llevaba puesto el pantalón pinzado del traje y la camisa verde totalmente desabrochada, los zapatos descasaban al lado de la puerta y su pelo, después de la intensa jornada de trabajo, era un revoltijo de castañas ondas. Se alegró de estar solo, no sabía si podría explicar sus sueños y la posterior angustia que les dejaban en el pecho. 

Fue hasta el toalete debajo de la imponente escalera de mármol que rodeaba el salón y se lavó la cara. Dejando la toalla negra con sus iniciales bordadas en blanco en su lugar, se detuvo en la tormenta. Ahora sí la oía. Unas ráfagas de viento azotaban el jardín, sintió el ruido de las gotas golpeado sin piedad contra los cristales y apoyó las manos a ambos lados de la ventana del baño. 

Descansó la frente en el vidrio frío y cerró los ojos. Ariadna te dejó el camino libre, ella tiene razón, ambos necesitan comenzar de nuevo.

            A las 21:20 cuando levantó los párpados, un trueno hizo temblar la casa dejándole una rara sensación en el pecho. Algo está a punto de cambiar escuchó en su cabeza. Se tapó los ojos con las manos y frotó su frente, una y otra vez. Será mejor que me acueste a leer los informes de la compañía, sino, mañana no tendré material para la reunión de las ocho en punto.


*******



            Yesabel se despertó cansada. La tensión con la que discutió la noche anterior con Miguel, la angustia que liberó cuando él roncaba y el esfuerzo que necesitó para conciliar el sueño, la habían agotado. 

            −“¿Cómo que mañana trabajas? ¿Y no pudiste esperarme para tomar la decisión?”

Aunque se lo esperaba, qué mal le había sentado su masculina indignación, qué ganas de largar todo y empezar sola de nuevo, pero ¿Cómo? ¿Dónde? ¿A quién acudir? si eran esos momentos donde la voz de su madre se hacía más clara y rotunda:

“Yo sabía que tarde o temprano esto iba a pasar” “Estaba segura que solo aguantabas por apariencia” Gracias a frases como esas ni se planteaba la idea de volver a vivir con ella, continuando con una pareja desdichada y rutinaria. 

            Miguel esa noche se durmió a los pocos minutos de haberse acostado, sin embargo ella había mirado el techo hasta bien entrada la madrugada. A las tres y media de la mañana lo escuchó vestirse y salir sin saludarla.

            Dos horas más tarde se sentó en la cama con el cuerpo pesado, estiró sus doloridos brazos y de pronto lo recordó. Despabilando de golpe al recordar el nuevo empleo, eligió la ropa en su escaso vestuario. Algo cómodo pero arreglada pensó tomando los vaqueros gastados, la sudadera que le regalaron para su cumpleaños y las únicas zapatillas deportivas que tenía. 

En una mochila introdujo a toda prisa una camiseta manchada para cambiarse, el celular, la billetera y unas galletas para desayunar por el camino. Con decisión tomó el papel donde Susana había escrito la dirección, lo guardó en el bolsillo y salió. Dios mío, ayúdame a que todo me salga bien murmuró cuando cerró la puerta de su casa y cerró el grueso candado que ejercía de cerradura.

            Luego de preguntarle a varias personas y aburrida de dos largos viajes en autobús, bajó en un barrio residencial y cerrado de la provincia de Buenos Aires. Se acercó hasta la garita de seguridad, preguntó por la señora Violeta Lucea y cuando éste hizo una corta llamada telefónica, la dejaron entrar. La urbanización era exquisita, casas grandes, frondosos jardines y autos de lujo. 

Miraba su alrededor para distraerse ya que le temblaban las manos, estaba aturdida y nerviosa. No por trabajar, sino por la responsabilidad que representaba cuidarle el puesto a una vecina, le gustara o no, tendría que aguantar lo que sea para otra persona.

            Con cada paso su mente se dispersó, al pasar por cuidados jardines llenos de flores que empezaban a ser acariciadas por los rayos del sol y una importante variedad de pinos, su olfato se inundó de exquisitas fragancias. Como en su niñez, no pudo resistir el impulso de cerrar los ojos y aspirar el perfume que desprendía la evaporación del rocío nocturno, olor a tierra mojada se dijo en el mismo instante que su celular sonó.

 Escuchando el incesante timbre, se quitó con torpeza la mochila y rebuscó entre los diferentes bolsillos. ¿Dónde lo habré puesto? Se preguntó agobiada, si no atendía a tiempo, sea quien sea, no iba a poder devolverle la llamada ya que no tenía saldo suficiente. Se agachó, depositó la mochila en el suelo y en medio de la búsqueda, no se percató de como el papel con el número de la casa, terminaba sumergido en un charco cercano de agua marrón. 

Se maldijo cuando lo vio, pero volvió su atención al aparato que continuaba sonando. Ya llegaba algo tarde, ¡genial para el primer día! Y encima ahora tendría que volver a preguntar por la casa de la señora Violeta.

            Una vez que dio con el celular, éste cesó. Enfadada lo sacó de todas formas y cerró la mochila. Lo tendría a mano por si volvían a llamarla y comprobando que el papel era imposible de leer, se levantó y volvió su cuerpo para dirigirse a la puerta de entrada. De pronto y por puro impulso, se detuvo y lo pensó mejor. ¿Y si puedo descifrar el número de la casa? Por eso fue que dobló la cintura, fijó la vista en el borroso papel y entornó los ojos.

*******


            El despertador o bien no sonó o él no lo escuchó, pero eran las ocho de la mañana cuando abrió los ojos. Martín se sobresaltó y desde la cama llamó a su secretaria y ordenó  que Alberto lo reemplazara en la reunión. Había dormido mal, estaba con un dolor terrible en la espalda y de mal humor. Se giró envolviendo su torso desnudo entre las suaves sábanas pero no logró volver a dormir. 

Respiró profundo mirando el techo, no podía seguir así, algún día los sueños, la carga que llevaba en su espalda y la cantidad infinita de recuerdos, tenían que cesar. Decidió tomarse la mañana, hacía más de dos años que no lo hacía, que trabajaba como un vicioso tratando de escabullirse de la realidad y que no se dedicaba tiempo.

            Estiró los brazos con una mueca de dolor, se levantó y entró a la ducha. Antes de desayunar hizo sus acostumbrados ejercicios de relajación y como no tenía prisa, se quedó tumbado un rato en la mullida alfombra. Extendió los brazos, relajó la espalda y le preguntó al universo, qué le faltaba para olvidar a Ariadna y hallar la felicidad. 

Luego de unos instantes de silencio, la estampa le llegó como un rayo y se instaló frente a sus ojos. En la imagen se vio él mismo de espalda, descalzo en un prado, bañado por el calor del sol y con una sensación de dicha. Sonrió, aspiró fuerte y hasta le pareció llenar los pulmones del olor que desprende la hierba húmeda cuando es pisada. 

Cerró por instinto los puños y aprisionó una mano delicada, suave y tierna en su palma. Lo que su mente le enseñaba le resolvió el interrogante. Una mujer más bien rellenita, con buenas curvas, de pelo castaño claro hasta la mitad de su espalda y con una altura que solo le llegaba hasta el mentón, estaba a su lado. 

Se sonrió, no era su tipo de mujer pero había algo en ella que lo hacía sentir inmensamente bien. La bruma comenzó a disiparse y agudizando la vista intentó verle el rostro. Sus ojos ávidos hicieron toda la fuerza que pudieron pero en el instante que develaba el misterio el teléfono lo sobresaltó, sus pulsaciones se dispararon y abriendo los párpados, la mujer se desvaneció. Algo frustrado sacudió la cabeza y con agilidad se levantó del suelo.

            −Sea quien sea ya llegará.
          La llamada era de la oficina, ya empezaban a preguntarle cosas y como si fuera poco ese malestar en los músculos comenzaba a fastidiarlo.  Como el teléfono no paraba de sonar y aunque no atendía el timbre no lo dejaba leer tranquilo la sección financiera del periódico, decidió salir a correr. 

Se puso el conjunto deportivo comprado en el último viaje a Paris y sonrió al recordar las palabras de su socio. Serás el único hombre en toda la avenida de los Campos Elíseos, buscando ropa deportiva.

Bajó las escaleras, desayunó un jugo de naranjas y salió al exterior. Comenzó a paso ligero ajustando los auriculares en los oídos y guardando el iPhone en el bolsillo.  

Admirando los espejos que la lluvia había dejado en los jardines, su mente lo llevó hasta Ariadna, al sueño y a esas palabras. Hacia muchos meses que no le hablaba, que no lograba tocarla, ni verla con tanta nitidez. ¿Qué le habría querido decir…? ¿Algún día se olvidaría para siempre de ella?

            De pronto giró por una calle del barrio residencial para dirigirse hacia la puerta principal del country. Correr por afuera era buena manera de esquivar a los vecinos, no se consideraba un ermitaño, pero si un hombre bastante reservado y por ende, un constante enigma para los demás.

            Cuando rodeó el árbol sorpresivamente se topó con la persona que se encontraba agachada. Se la llevó por delante y su cerebro actuó por reflejo tomándola entre sus brazos cuando perdió el equilibrio al pisar el charco de agua. 

 En tres segundos se encontró en la hierba, abrazando a una persona e intentando llevarse la peor parte del golpe en su espalda mientras rodaban. Como si fuera poco, sea quien sea, lo insultaba y forcejeaba tratándolo de ladrón, violador y delincuente. 

Una bofetada tuvo que esquivar y por mecanismo de defensa abrió sus brazos retirando la cabeza hacia atrás para salvarse de unas uñas bien afiladas. La figura que no paraba de moverse y rápidamente se alejó de él amenazando sus partes íntimas si intentaba algo con ella.

            −¡Ten mucho cuidado conmigo, degenerado!
    −¿¡Perdona!? ¿¡Degenerado!? –Logró articular al comprobar que se trataba de una mujer arrodillada que intentaba limpiarse las manchas de barro. 
  
Esas dos palabras dichas con tanta autoridad y educación, hicieron que Yesabel recapacitara y moderara la lengua. Recordó que se encontraba en un country donde vivían personas adineradas y podía ser que alguien se la llevara por delante por accidente, sin intenciones de robo. 

            −¿Por qué no miras por dónde vas? –intentó no gritar pero sí mantener un tono indignado−. Mira como he quedado. ¡Toda sucia!

            −Perdón −volvió a hablarle con brusquedad–, pero yo también me caí y estoy manchado.
Se incorporaron al mismo tiempo, ella recogió la mochila, su viejo celular que había caído a poca distancia y enfadada levantó la cabeza. Él estaba por agacharse para recuperar el iPhone que estaba tirado muy cerca del agua, pero de pronto sus ojos se encontraron. 

Quedó estático, mirándola. Su cara no tenía nada del otro mundo, era más bien redondeada, con una nariz pequeña, pómulos bien definidos, pero lo que más le llamó la atención fueron sus ojos, la profundidad que albergaban. Por educación bajó la vista y se humedeció los labios al mirar los de ella. Y se estremeció.

            Yesabel quedó sin habla, él era, el hombre más lindo que había visto es su vida, todo él desprendía fuerza, músculo y sensualidad. Su rostro angular, la nariz recta, perfecta y acorde a la mandíbula masculina que se complementaba a la perfección con ese pelo castaño con reflejos chocolate que brillaban al sol, cuidadosamente desordenado.

            Ella intentó ignorar lo más parecido a un flechazo que sintió en el pecho, una punzada en la boca del estómago y el leve temblor de rodillas. De inmediato y común acuerdo, sus miradas hablaron al mismo tiempo y enmudecidos comenzaron a acortar la distancia. Ella sintió unas descabellada ganas de estar otra vez entre esos brazos mientras él…,  solo deseaba volver a tocarla.

            El silencio flotó a su alrededor y la naturaleza contuvo el aliento. 
            Él, acostumbrado a satisfacer sus gustos, cerró los puños para no estrecharla otra vez y se mordió el labio inferior para alejar las ganas de basarla que experimentó cuando volvió a mirarle la boca, pero lo que no pudo dominar, fue a su pie que con vida propia se acercaba a ella. 

Dio un solo paso y se alegró de que ella no retrocediera y decidió no pestañear ni hacer el menor movimiento con tal de no romper la burbuja de expectación que los engullía.

Ella se aferró a sus pertenecías evitando que las manos volvieran al imponente pecho y se enfadó con el festín que el olfato se estaba dando con ese masculino y delirante perfume que su ropa despedía, pero lo que no pudo dominar, fue el deleite que experimentó ante su presencia. Se trataba de una extraña sensación de paz y protección.

El minuto fue eterno, sólo se miraron y cuando Yesabel, inconscientemente volvió loco a Martin humedeciéndose el labio inferior con la punta de la lengua, un bocinazo los despabiló. Ambos pestañaron.

            El conductor del coche gritó unas palabras, él de manera automática levantó su brazo derecho y saludó sin interesarse de quién se trataba. Ese gesto develó su lado más insolente y descarado. A ella no se le escapó ese detalle, en realidad simpatizaba con hombres así, capaces de romper reglas que la sociedad imponía con soltura y naturalidad.

            Aprovechó ese momento de confusión para recorrerlo con una disimulada mirada y se maravilló con lo grande que era, con el entrenamiento importante que el cuerpo demostraba y con la energía peligrosa e interesante que su personalidad despedía. Sus ojos de encontraron otra vez y los de él parecían ¿divertidos?

            −¿Me habrá visto observándolo de arriba abajo? −pensó sintiendo un calor sofocante en la cara.
Un lado de su boca apenas torcida y una interrogativa ceja levantada, le confirmaron las sospechas. Ella se sonrojó aún más si era posible y con vergüenza recordó dónde estaba y lo más importante, el ¡porqué!

       −Lo siento −dijo Martín−, no fue mi intención caer encima de ti.
       −No, está bien, no te preocupes… −habló mirando el papel desintegrándose después de semejante pisada en el agua.
            Se giró y para tranquilizar los nervios que ese tono de voz había despertado, bajó la mirada hasta el móvil, lo encendió y comenzó a caminar hacia la puerta principal.

            Martín se agachó, levantó su iPhone y la miró alejarse de espaldas. ¿Eso era todo? Por un instante quedó en el sitio, sus largas piernas estaban duras y desobedientes. Vació los pulmones cuando a su mente llegó la revelación, ella le había despertado en un segundo una chispa que llevaba años pagada, causándole lo más parecido a un fuerte golpe en la cabeza. 

            Se obligó a actuar y sintiendo dolor en los agarrotados músculos, caminó detrás de ella metiendo las manos en los bolsillos para no tomarla del brazo y hacerla girar. Aunque no estuviese acostumbrado, tenía que controlar al bárbaro primitivo que  llevaba adentro y que por lo general, era irresistible para el sexo femenino. 

            La observó caminar, si bien su cuerpo no era perfecto para los dictados de la moda ya que le sobrarían unos pocos kilos y la estatura era más bien baja, su actitud y  movimientos desenvueltos le decían que sería toda una delicia conocerla mejor. 

Su balanceo lo cautivó y entornando los ojos tuvo que admitir que había algo que la rodeaba, un aura que la acompañaba que la hacía especial y encantadora.

            Mordió con decisión la mitad de su labio inferior y sin pensar en qué le iba a decir, en pocas zancadas caminaban a la par. Ella apartó con disimulo el cabello del hombro y le echó una corta mirada. Tomó aire, el enojo había desaparecido pero para darle paso al nerviosismo y al temblor que despertaba su presencia. 

Al límite, temió por su coherencia si él le hablaba otra vez con esa voz..., con esa corriente eléctrica que descargaba en el aire.

Por favor que no me hable” rogó para sus adentros.
Por favor que me mire” fue la plegaria de Martín. “Quiero ver esos ojos color miel otra vez” 

El silencio la estaba volviendo loca, sólo el ruido de las pisadas y la misma naturaleza los acompañaba. La puerta principal parecía cada vez más lejos y la garganta de Yesabel estaba seca, las manos sudorosas y el corazón desbocado. Él la aturdía y por lo visto no estaba dispuesto a dejarla tranquila. De pronto no lo soportó más y en el mismo instante que la mano de Martín salía del bolsillo y se alargaba para tomarla del brazo, ella se detuvo con brusquedad. 

A él le dio un vuelco al corazón cuando las miradas se encontraron otra vez. Contuvo el aliento y sin creerse lo torpe y embotada que estaba su mente, carraspeó la garganta para ganar tiempo.

            −¿Me estas siguiendo? −logró articular ella con el golpeteo del corazón en el oído.
−No lo sé… −salió de sus labios, enfadándose consigo mismo. Ella abrió más los párpados, agudizó la mirada y frunció el ceño.

            −¿Te crees muy gracioso, no? –Él, lejos de sentirse herido se sonrió, por lo general las mujeres no le hablaban así. Si sospechaba que ella era especial, con esa simple pregunta lo comprobó. 

            −No te enojes, estoy tratando de disculparme, no te vi. Cuando me di cuenta lo que pasaba, ya estábamos en el piso.
            Yesabel lo examinó, buscó en sus ojos alguna burla y al cabo de unos momentos de no encontrarla, aceptó que le estaba diciendo la verdad.

Al mismo tiempo y sin que Yesabel moviera un solo músculo, se dio cuenta que le creyó. Entonces Martín recuperando un pequeño porcentaje de su habitual seguridad en sí mismo, levantó una ceja y ladeó la cabeza.

            −¿Empezamos de nuevo?
         Ella se preguntó si sería capaz de negarle algo a semejante seductor, pestañeó y gracias a la simpática danza que llevaban sus ondas castañas, se percató de que el mundo continuaba girando. Había olvidado el aire que respiraba, el sol que brillaba y el pintoresco verde que los rodeaba. 

Confundida hasta la médula volvió a disfrutar del hormigueo que su compañía le producía y que la hacía sentir viva y contenta, como hacía años que no le pasaba.
A Martin el suspenso le hizo contener la respiración, pero solo hasta que ella ladeó la cabeza y le sonrió.

            −¿Por qué no…?
En ese momento él quedó en un estado de debilidad pura, se le dulcificó la mirada, le sonrió como si se le hubiera concedido el más ansiado de los deseos y con una amplia sonrisa le dio las gracias en silencio.

            −Martín. −Dijo a modo de presentación extendiendo la mano.
            Ella titubeó un poco, miró los dedos largos y varoniles que le ofrecía, mordió su labio inferior y respirando profundo como si esa acción fuera decisiva en su vida, se presentó.

−Yesabel.
         −Dilo otra vez.
      Ella lo miró con un delicioso enojo, pero para sorpresa de ambos, lo hizo.
            El mundo pareció detenido, el entorno estaba mudo y una energía invisible los rodeó. Sus dedos se encontraron, el contacto fue exquisito, intenso y vibrante. La palma de la mano de Martín era suave y amplia, cerró apenas los dedos y ella se sintió acariciada, invadida y estremecida. 

A él los vellos del brazo se le erizaron y aunque poseía una vasta experiencia dominando sus emociones, no pudo contener las ganas de acariciarla, aunque sea levemente. Con el pulgar dibujó invisibles círculos en los nudillos y se sonrió para sus adentros, su piel era maravillosa, suave, adictiva.

            −Lo sabía. −Pensó.
            −Yesabel −repitió extasiado–, qué nombre más lindo…
       A ella esas palabras le rozaron el corazón y le desordenaron el razonamiento. 
            −Raro.
−¿Cómo? −Preguntó Martín girando la mano. Al parecer su mente también estaba espesa.

            −Que es raro −contestó abriendo grande los ojos cuando él se llevó su mano hasta los labios−, mi nombre… −trató de hilar mientras sentía su beso tibio, comunicativo y sensual en la piel− más que lindo, creo que es raro.

      −Dios, ayúdame, este hombre me está derritiendo.
            Martin se demoró todo lo que pudo al besarle los nudillos, el escalofrío que peregrinó por su columna vertebral fue acompañado por un desfile de imágenes sensuales y desubicadas. 

No era habitual que semejantes sensaciones lo invadieran así, pero allí estaba, a plena luz del día tratando de prolongar un simple beso en la mano de una desconocida, reorganizando su trabado vocabulario y contrariado con sus febriles instintos.

            Lo inevitable llegó y perdieron contacto.
            Él soltó su mano, la miró y la desestabilizó con una media sonrisa de lo más mundana.
            −No vuelvas a hacer eso. −Fue la orden silenciosa de Yesabel.
            −No me pude resistir. −La excusa que Martín pensó al profundizar en su mirada.  
            −Te puedo asegurar que a mí me encantó escuchártelo, Yesabel.

            Pareció una eternidad hasta que se dieron cuenta que ninguno hablaba.
            El hechizo con suavidad se desvaneció y Martín se enfadó con él mismo. Hacía mucho tiempo que no actuaba como un adolescente, que nadie lo atontaba de esa manera y los últimos minutos vividos comenzaron a preocuparlo.

            Yesabel estaba emocionada con su atención, él era todo lo que podía pedir cualquier mujer, no solo por el rostro tan atractivo o su cuerpo que parecía moldeado al detalle, sino por esa expresión. 

Algo en la mirada le decía que había dolor, necesidad de refugio, soledad, pero a la vez mundo vivido, experiencia y mucha picardía. Se renegó y evaluando su persona, llegó a la conclusión que ningún hombre con su aspecto y posición económica estaría solo. Era imposible.

            Martin, asustado por la cercanía que sentía, decidió dejarse de sensibilidades y cerrar otra vez las compuertas. Se refugió en su exigente voz interior que le gritaba que siguiera corriendo, que el ejercicio lo despejaría y que debía ir a la oficina como todos los días. 

Se cubrió con la habitual máscara de indiferencia por la vida que lo hacía sentir seguro y regresó a su camino. Pestañeó, frunció el ceño y con el tono más brusco de lo que hubiese querido, le habló.

            −Me tengo que ir. Fue un gusto Yesabel.
            −Igualmente. −Saludó con un poco contrariada.
Se colocó los auriculares y empezó a correr en dirección contraria a la puerta principal. En dos segundos ya había cambiado de opinión, volver a casa, cambiarse de ropa y enfrentar un día lleno de responsabilidades era lo que tenía que hacer. ¿Dónde estaría mejor que en su mundo empresarial?

Ella se deleitó con la vista por unos momentos, su cuerpo trotando era un delicioso conjunto de fuerza, músculos y sensuales vibraciones. Lo que acaba de sentir nunca le había pasado, ni en la adolescencia y si no fuera por su molesta voz interior, hubiera disfrutado de él hasta que lo perdiera de vista pero, tenía cosas importantes que hacer.

            −No te hagas ilusiones, vuelve a preguntar al de seguridad a qué casa tienes que ir a limpiar y olvídalo.


*******


Llegó casi media hora tarde, estaba avergonzada, confundida y nerviosa, todo al mismo tiempo, pero cuando se encontró con Violeta, quedó sorprendida por la calidez que despedía la dueña de semejante casa. 

Era una mujer delgada, de estatura más bien baja, de pelo castaño oscuro, lacio que le llegaba hasta la mitad de la espalda. Su cara era armoniosa, de labios finos, nariz respingada y ojos almendrados color café. Le llamó la atención la cercanía del trato y la amplia sonrisa con la que la recibió, eso la hizo sentir aliviada y cómoda al instante.  

            En pocos momentos estaba recorriendo la casa que era una mezcla de sencillez y ostentación. Tenía dos plantas, un ático, garaje, piscina y un frondoso jardín. Estaba decorado con una exquisita fusión entre lo moderno y algunas piezas antiguas, cuadros de muy buen gusto colgaban en los rincones más utilizados que combinados con una espectacular iluminación natural, les realzaba notoriamente su belleza.
 
            No le sorprendió que le creyera todo lo que le había contado, ya que las marcas de barro en su ropa eran más que evidentes pero sí, que no quisiera saber todos los detalles del incidente. Eso demostraba que Violeta no era curiosa, que se interesaba sólo por lo que le quisieran contar y que como su vida ya era bastante activa, no conocía a las veintiocho familias que habitaban en el country.

            Una vez que le mostró la casa y le dijo que su horario terminaba a las cinco de la tarde, Yesabel quedó muy contenta, ganaría un importante dinero extra limpiando sobre lo limpio. Sin más habitantes que Violeta, no le requeriría mucho esfuerzo encargarse del salón, los cinco dormitorios, los cuatro baños, planchar y cocinar la cena. 

            Violeta se fue a enfrentar el lago día en su empresa de ropa femenina y ella quedó limpiando e intentando despejar su mente que de una manera rebelde, volvía una y otra vez a lo mismo. Martín. ¿Quién sería? ¿Viviría lejos de ahí? ¿Estaría casado? Y miles de preguntas similares. Se llamó la atención, ella sí estaba en pareja y aunque no era feliz con Miguel, le debía respeto y fidelidad como decía el párroco en la iglesia los domingos.



*******


Martín volvió a su casa corriendo, las imágenes se agolpaban sin consentimiento enojándolo cada vez más. Por qué le había afectado tanto esa desconocida, si no se asemejaba a las mujeres con las que se relacionaba. 

Por la vestimenta supuso que se trataba de alguien con carencias económicas y por su indignación, que sería una esposa fiel y enamorada. No podía ser de otra manera, con esa mirada seguro que estaría felizmente casada. Sacudió la cabeza y reemplazó la femenina imagen por la apretada agenda que lo aguardaba. 

            Se aseó y enfundándose en uno de los trajes de Dolcce Gabana gris clarito combinado con una camisa azul intenso y sin corbata, bajó hasta la cocina. Hizo un par de llamadas a la oficina y después de dejarle el menú de la cena a Ricardo, el hombre cincuentón que llevaba más de cinco años encargándose de los quehaceres de la casa, se marchó.

            Serían más de las once de la mañana cuando abrió la puerta automática del garaje y se subía su Toyota deportivo gris acerado. El olor al cuero de los asientos le hizo sonreír, hacia unos pocos años se iba a trabajar en autobús o a lo sumo, en taxi y ahora, gracias a una fuerte capacitación en los negocios y a la desmedida dedicación a su profesión para superar lo de Ariadna, amasaba una pequeña, pero creciente fortuna.

            Su cuerpo actuó por reflejo y no tomó el camino de siempre, giró para el lado contrario a la salida y a un ritmo lento recorrió el perímetro del country. Pasó por la extensa laguna, el embarcadero donde flotaban dos solitarios botes, disfrutó de los pájaros volando de árbol en árbol, del olor a tierra húmeda suspendido luego de la lluvia nocturna, siguió por las pistas de pádel, las canchas de tenis y se deleitó con los jardines coloridos de la mayoría de los chalets.

            Suspiró, no se cruzó con la cara que esperaba, lo habían saludado algunos vecinos pero no sintió ni una pizca de lo que había experimentado con Yesabel. Sonreía al repetir en silencio su nombre, algo tenía esa mujer que lo había dejado deseoso de su compañía.

            Sonó el celular, vio que era de la oficina y volviendo a la realidad, aceleró sin contestar. Condujo entre el abundante tráfico hasta el piso veintitrés de una de las torres próximas al exclusivo rincón de Buenos Aires, Puerto Madero. 

Subió por el ascensor cargado de ejecutivos y saludando a su numeroso personal, se refugió en la amplia oficina que tenía unas vistas exquisitas y todo el ajetreo empresarial a su alrededor.

            La mañana fue un poco agotadora, gracias a su mente dispersa no terminaba de concentrarse en nada. El personal lo había observado como a un inusual gerente, ya que en la reunión del mediodía lo habían pescado jugando con un bolígrafo, perdido entre los temas a tratar o sonriendo sin motivo. El broche de oro lo había puesto su legendario apetito, al no hacer acto de presencia ni para tomarse un café.
   
            A las tres de la tarde estaba en un elegante restaurante terminando un almuerzo de empresa, el café se le había enfriado y el negocio no avanzaba como esperaba. Se sorprendió que a esa hora tan temprana de la tarde ya estuviera mentalmente agotado, pero así era. 

Se incorporó, la corbata que se había puesto en la oficina para la ocasión, estaba más ajustada de lo que soportaba y disculpándose en inglés, ya que sus negociadores eran de Houston, se levantó de la mesa.

            Con pasos cansados entró al baño que para su alivio estaba vacío y dejando escapar un soplido  levantó el mentón, se aflojó el nudo y desabrochó el primer botón de la camisa. El saco lo colgó de un perchero y se lavó la cara con agua bien fría, no entendía por dónde venía tanto mal humor, tanta desconcentración y esas ganas repentina de estar en su casa. Hacía muchos años que no experimentaba algo así, de normal la soledad de su hogar lo invitaba a permanecer lo menos posible. Pero esa tarde era diferente.

            Disfrutando de la agradable frescura, tomó papel para secarse las gotas que descendían por la áspera mejilla antes de que llegaran al cuello. En el reflejo del espejo fijó la mirada en sus ojos azules grisáceos y quedó pensativo. ¿Qué me pasa? ¿Qué tiene este día de diferente a los demás? Tengo que concentrarme en el trabajo, no es tan difícil. ¿O sí?

Cerró los ojos, estrujó la bola de papel mojado en su puño y trató de hacer unas familiares respiraciones de yoga para aflojarse. Seguro que se me pasa.

*******



Yesabel estaba haciendo muy bien el trabajo, sin embargo su humor era sombrío. No había roto nada, la casa era soñada, el perfume que flotaba relajante y las vistas increíbles, pero, por alguna razón se sentía mal, vacía e incómoda.

No estaba segura si era envidia, la diferencia con su mundo o el recuerdo de esa mirada azulada que la perseguía desde la mañana, pero lo cierto es que no estaba bien. Su almuerzo había sido más automático que otra cosa, Violeta la había llamado para saber que tal iba y le insistió en que comiera cualquier cosa que quisiera. Un sándwich y un vaso de coca cola le habían parecido bien para su estómago casi cerrado.

            De pronto terminó la última habitación de huéspedes, recorrió el mobiliario con la mirada, se sentó en la cama y suspiró, ¿cómo podía ser que el dinero esté tan mal repartido? Fueron los primero pensamientos ya que desde la cuna mantenía la creencia que jamás obtendría algo parecido, que su situación económica estaba condenada a las privaciones y a conformarse con lo que a otros les sobraba. 

Con un poco de impotencia se imaginó las cosas que podría cambiar en su vida, si tuviera un poco de lo que Violeta poseía.

 Se le hizo un nudo en la garganta, resopló y antes de dejarse llevar por la angustia y romper a llorar como una tonta, como solía decirle Miguel, se levantó y caminó hasta la ventana.  Miró el cielo buscando consuelo divino, se encandiló con el sol reflejado en charcos que el aguacero de la noche anterior había dejado y apoyó la frente en el frío vidrio. 

Su respiración hizo un círculo de vapor en el cristal y dejándose arrastrar por el denso silencio, cerró los ojos.

*******


La espesura de la noche la rodeó. No reconoció en qué lugar se encontraba, pero estaba segura de que era a la intemperie y la temperatura de la brisa, le informó que se trataba de una estrellada noche de verano.

            El rugoso tronco del árbol se le marcaba en la espalda, atravesaba la fina tela de su vestido blanco y le daba una sensación rara y confortable. Sonreía, estaba descalza, arrugando los dedos de los pies en el césped húmedo por el rocío y sintiéndose libre y feliz.

            Apoyó la cabeza en el árbol y suspiró. La sensación era muy agradable, deliciosa y por alguna misteriosa razón, estimulante. Se pasó las manos por el pelo, tocó la madera del tronco y miró para ambos lados. De pronto se quedó sin aliento, él como un cazador acechando a su indefensa presa, emergió de la oscuridad. 

            Martín estaba en frente de ella, llevaba un pantalón de traje gris claro y una camisa azul profundo. El primer botón lo llevaba desabrochado y el nudo de la corbata, tan desobediente como su espíritu, colgaba torcido hacia la derecha.

            −Qué imagen más hermosa −pensó ella nerviosa. Aunque su cuerpo esta vez  estaba cubierto por un caro vestuario, seguía despidiendo fuerza, seguridad y protección. Llegó a su lado y se miraron, ella se fundió en las pupilas y no resistió la tentación de tocarle la sombra de barba que cubría con timidez, su mandíbula firme y bien formada. Él le tomó la mano, cerró los ojos y le besó la palma.

            Ese simple gesto la estremeció, la emocionó hasta sentir un nudo en la garganta y deseó más, mucho más. Nunca había sentido tanto amor y no recordaba si alguna vez, la hicieron temblar con un beso tan inocente.

            Martín se tomó todo el tiempo del mundo para guiarle la mano hasta el pecho,  Yesabel comprobó a través de la fina seda de la camisa, que era firme, bien formado y tentador. Él sonrió con presumida seguridad por un segundo y ella comprendió que le leía sin problemas la mente. Con los labios ligeramente curvados hizo descansar ambas manos en su corazón y las presionó.

 Los latidos eran rápidos, muy fuertes, acompasados y musicales. Ella cerró los ojos y comprobó que sus propias pulsaciones iban al mismo ritmo, entendiéndose con complicidad.

            Estaban agitados, unidos a pesar de la pequeña distancia que los separaba y envueltos en un calor decidido e implacable.

            A sus oídos le llegó el mudo susurro, Martín repetía su nombre. El instinto femenino le dijo que esos tensos músculos controlaban, a duras penas, unas descaradas ganas de abrazarla. En la oscuridad de sus ojos sonrió al percibir la lucha interior que él mantenía y para mayor asombro se regocijó con esa situación. 

Le recorrió el rostro y mágicamente comprendió que se contenía para  darle tiempo a ella, no quería desplegar todas sus ansias y asustarla pero, ¿era necesario? ¡No! Se contestó, y sin pensarlo tomó las riendas de la situación, entreabrió los labios y levantó más el mentón en una clara y atrevida invitación.

            El aliento de Martin entró en su bocanada de aire mezclada con exquisito perfume y la maravilló. −Quiero sentir tu beso −pensó con desesperación−, Martín, no me hagas esperar más.

            El varonil torso se infló, sus hombros se irguieron y suspirando con un ronquido poco civilizado, se acercó. Sus labios se rozaron, el calor los sofocó y una corriente eléctrica los estremeció.

            A Yesabel le hormiguearon las manos deseando poder palpar esos maravillosos hombros, rodearlo por el cuello y terminar en los mechones rebeldes que rozaban su nuca. Su más ferviente deseo era pagarse completamente a él, sentirlo a lo largo del cuerpo y acabar con esa deliciosa tortura, pero, cuando estaba poniéndose de puntillas para saquear su boca, lo escuchó.

            El sonar del teléfono la sobresaltó y como si la ventana le quemara separó la frente del cristal. Abrió los ojos de par en par y conmocionada por la intensidad del momento, trató de volver a la realidad.

*******


−¿Qué te pasa? ¿Estás bien?
Gonzalo, socio y mejor amigo de Martín estaba en el baño mirándolo con  asombro.
−Sí…, que, ¿qué haces aquí…? –Apenas podía hablar.
       −He venido a buscarte, tienen el avión listo para despegar y tenemos que cerrar esto hoy. ¿De verdad estás bien? Me preocupas…

        −Sí, ve con ellos, dame un minuto que ahora voy a la mesa.
Gonzalo asintió sin dejar de mirarlo como si le hubiera crecido otra cabeza. La puerta se cerró y en la soledad del baño volvió a mirarse al espejo. Sus mejillas estaban rojas y el corazón todavía no se había normalizado. Clavó sus ojos en él, se tocó los labios y suspiró.

            −Yesabel casi te beso. ¡Qué poco nos faltó!
Sonrió, cerró el botón de la camisa azul profunda, apretó el nudo de la corbata y se concentró en cerrar el suculento contrato.  
            −Ella siente lo mismo y ya la encontraré otra vez −se afirmó mientras alisaba unas pocas arrugas del pantalón gris claro.

            Salió del baño y el que se sentó no fue Martín, sino el empresario implacable de siempre, al que ningún objetivo que tuviera en la mira se le escapaba y el que poseía un encanto natural y peligroso.

Menos de media hora más tarde y cuando el tema estuvo zanjado, se tentó con felicitarse a sí mismo.

         −¿No podrías haber rematado esto antes? –Le preguntó Gonzalo saludando a los inversores que iban en el coche de la empresa rumbo al aeropuerto.  

−Cada cosa a su tiempo.
        −Eres jodidamente eficaz.
−Lo sé –contestó Martín palmeándole el hombro.
−Te odio. 
−También lo sé. –Y riendo caminó hasta su coche.

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Presentación

Bueno, el comienzo de una nueva etapa llegó y estoy feliz de compartirlo contigo. Algunos de ustedes ya me conocen por Facebook y para los...